martes, 11 de diciembre de 2012

ACCIDENTE


por Marina de la Serna

Se acercaba el mediodía. El ascensor se paró en el piso catorce. Alfredo Ortiz del Campo (más conocido como El Embajador), se bajó mientras atendía el teléfono que había empezado a sonar un piso más abajo. Entró apurado a la oficina y cerró la puerta, casi sin mirar a la secretaria, que aguardaba con el listado de toda la gente que lo había llamado durante la mañana y con el recordatorio diario de una agenda cargada.
La secretaria no esperó a que sonara su interno. Llamó al ordenanza y le pidió el café para el jefe. El ordenanza apareció al rato. Era un hombre grande, en más de un sentido. Algo más de ciento veinte kilos se repartían en un metro setenta, caminaba apoyando todo el peso en un pie y luego en el otro, sosteniendo la bandeja con los pocillos y con una pipa que le colgaba de la comisura derecha del labio. A veces, en el café aparecían flotando rastros de ceniza.
“Nena, el jefe está en la oficina?” preguntó al entrar con la bandeja haciendo equilibrio y la pipa a punto de caerse sobre un cortado sin azúcar.
La secretaria sólo pudo asentir: todas las luces de la centralita telefónica estaban encendidas y ella hacía malabares para no perder ninguna llamada.
Al rato, Alfredo Ortiz del Campo salió eufórico de su despacho, llamando a sus colaboradores, sus hombres, su mano derecha, su equipo, su cohorte de aduladores y chupamedias para anunciar que el Congreso había aceptado ratificar el Protocolo de Uagadugu sobre la Emisión de Gases Tóxicos, Basura Cibernética y Afines. Para celebrar se fueron todos a almorzar al Sofitel de la calle Arroyo, donde brindaron con el mejor champán extra brut que figuraba en la carta de vinos.

El Gol zigzagueaba por la Panamericana, tratando de seguir el carril rápido. En el asiento de atrás, todos cantaban a grito pelado el hit que salía por los altoparlantes. Al volante, Juan Marcos peleaba por mantener una mínima lucidez, que se le escapaba por momentos, después de hectolitros de cerveza y las tres cuartas partes de un porro.
La noche había empezado temprano, con los chicos destapando las primeras cervezas en la cocina de la casa donde todavía vivía con sus viejos. A medianoche había sonado el celular. Era Ernesto. Cortó sin atenderlo. No iba a hablar con él mientras una banda de energúmenos contaba con todo detalle y a los gritos las últimas hazañas sexuales del sábado anterior. Después salieron para el boliche. Uno sugirió ir hasta Pilar. Tenía entradas para un lugar que le habían dicho que se ponía muy bueno y donde iban minas más grandes.
A las seis de la mañana se prendieron las luces y los de seguridad los echaron sin tener que recurrir a la fuerza bruta.
Juan Marcos agarró el volante. No era la primera vez. De alguna manera, el Gol se manejaba solo hasta el garaje de su casa, igual que el Auto Fantástico. Pero por alguna razón, esta vez no sintió la misma confianza ciega. Hasta Olivos todo estuvo  relativamente bajo control. Entonces se les cruzó la camioneta. En el tiempo de un parpadeo Juan Marcos pegó un volantazo y terminaron incrustados en los pilares de cemento que hay en el medio de la Panamericana.

La semana siguiente al festejo en el Sofitel, Alfredo Ortiz del Campo llegó un par de días tarde a la oficina, despachó un par de asuntos y se fue temprano. Y un día, directamente no apareció. Después volvió a la rutina y la secretaria volvió a pasarle los habituales llamados de su esposa y sus seis hijos.


A Juan Marcos le llevó meses recuperarse del palo en la Panamericana. Por milagro, él y todos sus amigos seguían vivos. Ernesto lo llamaba todos los días e insistía en ir a verlo. Juan Marcos se negaba, no quería ver las miradas inquisitivas de su madre y sus hermanas, que se preguntarían de dónde salió ese amigo de Juan Marcos, un desconocido demasiado solícito. A su padre lo vio sólo un par de días, y apenas lo registró entre el sopor de la codeína.
Cuando faltaba una semana para que le dieran el alta, Ernesto apareció en el hospital. La madre y las hermanas no hicieron comentarios. Juan Marcos se incorporó en la cama, lo saludó con una media sonrisa y le soltó un seco “hola, cómo estás”. El otro, que iba a saludarlo con un beso en la mejilla, se quedó cortado a mitad de camino. “Bien, me alegro que estés mejor”, le contestó, frío. “Vine un rato a ver cómo estabas. Me están esperando, en media hora tengo una reunión de laburo”. Y ahí se acabó la visita de Ernesto.
Esa noche, recibió un mensaje de Juan Marcos: “Perdoname, voy a a hablar con mi familia en cuanto vuelva a casa. Te amo, sos mi vida”.


“Embajador, cómo está su hijo?” preguntó uno de sus colaboradores.
“Bien, bien, gracias” respondió Alfredo Ortiz del Campo sin dar mayores explicaciones.
La secretaria oyó la conversación y se quedó pensando en las llamadas habituales de la familia. Desde el accidente, el único hijo que no había vuelto a llamar a la oficina de su padre, era Juan Marcos.

viernes, 7 de diciembre de 2012

GÉLIDAS


GÉLIDAS

Por Alejandro Anderlic

Pasaron tres semanas y a Gaspar todavía le dolía la mano. Había dado un tremendo golpe en la pared, un minuto antes de pegar el portazo. (¿Por qué será que tantos de nuestros cuentos tienen portazos..?). Hundió el puño derecho en uno de los azulejos de la cocina y lo dejó partido en ocho, formando una tela de araña de mentira. El desayuno, a medio servir, enfriándose sin remedio por otra discusión precipitada.  El mantel tendido, granos de azucar desparramados sin querer, dos tostadas de pan negro mordidas y un cuchillo con queso untable en la punta. Una botella de vodka, medio vacía, en frente a la silla donde siempre se sentaba Gaspar.

Esa mañana no había luz. La habían cortado el día anterior. Desperfectos técnicos en el barrio. Una vela prendida, en el centro de la mesa. Molly quería llorar pero no lloraba. El plato que tiró al piso hizo que se cortara un dedo pulgar. Frenó la sangre con una servilleta de papel. Unas cinco gotas cayeron al piso. Quedaron ahí, en el piso. Ella apoyó la espalda sobre la mesada y se quedó mirando hacia abajo, hacia nada.

La beba dormía en su cuna. Cada tanto se sonreía, mientras mordisqueaba el chupete. Soñaba con angelitos de brillantina y estrellas de cristal, en un planeta tan desconocido para sus padres. Por suerte, ni notó los gritos y siguió un largo rato con los ojos bien cerrados. La gata siamesa de Molly también dormía.

Gaspar se desintegró. Desapareció del mundo de Molly con el portazo. Sólo se llevó lo puesto y la botella, que le alcanzó para un par de horas. Estuvo una semana sin comer ni dormir. Pensando. Rebobinando. Imaginando. Queriendo. Riendo. Proyectando. Llorando y vomitando. Por fortuna, la segunda semana ya había vuelto a desayunar. Café y tostadas de pan negro con queso untable, en algún lado, todos los días. Sólo comía por la mañana, siempre lo mismo. No era en su casa. Alguien lo cuidaba.

Quisieron que pasara en la tercera semana. Gaspar tenía que ver a Molly y a su beba de nuevo. Eran las siete y media de la mañana. Quiso darse un baño en una de las fuentes de Córdoba y 9 de Julio. Fue uno de los mejores baños de su vida. Tiró su ropa vieja en el cordón de la vereda y se puso un traje impecable. Con moño, bastón y sombrero. Zapatos negros sin cordón, con hebilla dorada.

Tocó el timbre varias veces. Nadie abría. Se asomó por la ventana y vio todas las luces apagadas. Entonces entró por una de las ventanas, que estaba entreabierta. Prendió la luz del comedor y llamó a Molly. Molly no contestaba. Había feo olor. También prendió la luz del pasillo. Todo estaba igual que cuando se había ido. Pero con feo olor. El piso de madera tenía una capa de hollín de días y había varias telarañas colgando de la parte más alta de las paredes. Una era muy parecida a la del azulejo. Se miró el puño, que estaba morado y todavía le latía. Le sorprendió ver sobre el sillón una palangana llena de trozos de papel con restos de sangre, mezclados entre decenas de tostadas.

Cuando entró a la cocina, la vio a Molly. Estaba apoyada con la espalda sobre la mesada, mirando para abajo, mirando nada. Molly levantó la vista y le sonrió. “Volviste, Gaspar. Yo sabía que algún día ibas a volver”.  Sobre la mesa, había una vela recién encendida. Molly se cubrió el pulgar con una servilleta de papel para parar las gotas de sangre fresca, que caían al piso. Serían unas cuatro o cinco gotas. El mantel estaba tendido. Dos tostadas recién hechas, café humeante y queso crema. La azucarera, cerrada. La botella, vacía.

Gaspar apoyó el bastón y el sombrero sobre una silla y se acercó a ella. Molly no quiso hacer preguntas. Gaspar tampoco. El abrazo duró varias horas. “Te estábamos esperando, Gaspar. Yo sabía que algún día ibas a volver. La beba te está esperando.”

Molly lo tomó de la mano y lo llevó hasta la heladera. Abrió la puerta del freezer y sacó dos bandejas. En una estaba la beba, que seguía durmiendo. En la otra, la gata siamesa de Molly. Molly sacó con mucho amor las dos bandejas y las apoyó sobre la mesa. Mientras tomaban el desayuno, se sentaron a esperar, uno junto al otro.

La beba tardó varias horas en descongelarse. Cuando estaba anocheciendo, abrió un ojito, luego el otro y le sonrió a su mamá y a su papá. Gaspar la alzó y la apoyó contra su pecho. Le mojó un poco la camisa blanca, que igual lucía impecable. La gata siguió durmiendo. La vela ya estaba consumida, pero no hizo falta encender la luz. La habitación se había llenado de estrellas de cristal y angelitos de brillantina.

domingo, 18 de noviembre de 2012

No habíamos quedado en nada


por Marina de la Serna

Me desperté con una sensación extraña. No era un día más. Creo que te mandé un mensaje de texto, a ver si nos veíamos a la noche, y tardaste en contestarme. O lo pensaste mucho o tratabas de cancelar cualquier compromiso que tuvieras.  Y me dijiste que sí, que claro, que cómo no nos íbamos a ver antes de…lo que fuera que fuera a pasar.
Era lunes. ¿O martes? No sé, pero era un día de semana. Todo el mundo andaba con uniforme de oficina: de traje los hombres y las mujeres de pollera a la rodilla o pantalón, blusa o remera de modal y saco a juego. Creo que no hacía frío. No, no hacía frío. Tampoco hacía calor. La primavera comenzaba a desperezarse, el aire era fresco y seco, como si nadie lo hubiera respirado, como si fuera nuevo, recién nacido, un aire lleno de promesas… Un día claro, un cielo azul, azul, ni una nube, un día dorado.
Pasé por el banco apenas abrió. Casi no había gente, pocos trámites, como si fuera la primera semana de enero y todos se hubieran ido de vacaciones. Saqué un poco de plata, no la suficiente para cerrar la cuenta. No le ví el sentido. Después de todo, ése era un día más. Y por eso, iba a ir directo a la oficina. En la Plaza San Martín las flores del jacarandá me distrajeron. Por una vez, me entretuve en cruzar la plaza, mirar los árboles y los caminitos teñidos de azul. Eran hermosos de verdad. Y era la primera vez que los veía.
Sonó el celular. Era mi mamá. Que si después del trabajo iba a pasar aunque sea un rato, para tomar unos mates y charlar. En ese momento no supe qué decirle. Supongo que sí. Que no sabía,  pero que tal vez sí.
De reojo, miré el reloj. Se hacía tarde. Me apuré a llegar al edificio de vidrio. Después pensé si tenía algún sentido apurarse en un día como ése, pero la costumbre de años pudo más.
La mañana pasó tranquila. Rutinaria. Nada para destacar, una jornada olvidable más. Alguien había traído facturas o cup cakes o las dos cosas, no me acuerdo bien. A mis compañeros les gustaba que hubiera cosas ricas para empezar el día. A eso de las 11 llamó mi hermano. Que si estaba bien, que qué iba a hacer a la tarde, que estaría bueno vernos un ratito, que a los chicos les iba a gustar jugar conmigo a la Wii. No supe qué contestarle. Después lo llamaba, cuando supiera si…y dije la primera excusa que me pasó por la cabeza. Algo que tenía que ver con encontrarme con mis amigas del colegio.
Cerca del mediodía le mandé un mensaje a Paula. Nunca podíamos juntarnos a comer al mediodía, pero ese día coincidimos. A la una y media en Juana M. El lugar estaba repleto, como si fuera el Día del Amigo o fin de año, pero nadie había hecho reserva. No sé cómo logramos encontrar mesa. Hablamos de todo, como siempre. Me contó de los problemas que le traía su hijo mayor, adolescente,  y de cómo disfrutaba ver bailar danzas árabes a su hija. Yo le conté de mi última desilusión amorosa y de mis sueños o planes para irme a vivir a Nueva York. También le conté de vos, le dije que tal vez te vería a la noche, pero que no me hacía muchas ilusiones. Y ella, siempre optimista, me dijo que sí, que seguro nos veríamos y que después la llamara para contarle. Pedimos el café y la cuenta, y nos separamos con promesas de llamarnos y vernos el fin de semana.
Volví a la oficina. La tarde voló. Literalmente. Eran las tres y de golpe eran las cinco. Saludé a todos los que aún quedaban en sus puestos a esa hora, y nos dijimos hasta mañana.
Cuando llegué a la calle, dudé. Podía ir al gimnasio, como siempre,  y como había sido mi intención cuando tomé el tren esa mañana. El sol empezaba a caer. Me fui a lo de mis padres, quería saludarlos, verlos, oírlos una vez más. Llamé a mi hermano, no iba a poder llegar a tiempo a su casa. Después me tomé el colectivo, y el celular empezó a vibrar, a sonar, a chillar, con insistencia, con impaciencia. Me di cuenta de que no era sólo el mío. Todos los celulares estallaban en alarmas, chicharras, música,  mil sonidos que llenaron la ciudad. El mundo entero hablaba por un celular. Con los amigos, la familia, los compañeros de facultad o del trabajo, los novios y las novias, la gente que estaba peleada o distanciada y hacía ya mucho que no hablaban.
Cuando atendí, en el medio del ruido de mil voces, pude escuchar perfectamente tu voz, la que más me importaba en ese momento.
-Hola! Nos vemos? Puedo pasar por tu casa?
-Claro! Llego en diez minutos. Te espero. Tengo un  pinot noir de aquéllos…
 Llegaste enseguida. Al principio no hablamos mucho. Me parece que no sabíamos qué decir. Descorchamos la botella, y nos sentamos en el balcón hamacando las copas en la mano. La noche era clara. Se veían todas las estrellas que cabían en el cielo y una luna redonda y muy brillante nos miraba. Nos contamos qué habíamos hecho durante el día. Que había sido un día normal, como cualquier otro, nada especial. Y que estaba bien que fuera así.
-Te vas a ir a dormir temprano?
-No, no creo….bueno, no sé en realidad… - te miré, pero me costó sostenerte la mirada. Toda la melancolía, esa sensación de tristeza, de fin de fiesta que había mantenido a raya durante todo el día, empezó a invadirme, de a poco, como la marea cuando sube.
-Para mí es muy simple – dijiste, mientras apoyabas la copa en el piso –Sabemos que ésta es la última noche. Y vamos a pasarla juntos.

martes, 13 de noviembre de 2012


Babel
Por Camila Baux

La primera vez que lo escuchó no le prestó atención. Tan solo le golpeó la espalda con suaves golpes como cuando roncaba. Fue una noche de Agosto cuando Pablo comenzó a hablar en sueños. Se acuerda que fue la misma noche que fueron al estadio a ver fútbol americano. A esa primera noche les siguieron todas y lo que fue un comentario gracioso al desayuno se convirtió al poco tiempo en un tema tabú que jamás se atrevió volver a mencionar. A la tercera noche, Flavia quedó atónita en la oscuridad acurrucada en su lado izquierdo de la cama. Pablo hablaba en francés. Desde que lo había conocido en una fiesta hace cuatro años en Tribeca nunca supo que sabía otro idioma además del inglés y el español. Al día siguiente intentó hablar en francés pero él se excusó diciendo que ese idioma era una tarea pendiente en su vida. Flavia enmudeció. La pronunciación había sido perfecta.
Al poco tiempo de salir, Pablo se había mudado a su departamento en Nueva York. En verdad siempre intuyó que Pablo tenía sus secretos y misterios, pero a ella nunca le importó, porque ella también tenía los suyos. Aunque sus amigas le dijeron que era muy pronto, ella siempre fue de disfrutar el presente y hasta esa noche no se había arrepentido. Lo de hablar en los sueños no llamaba la atención a nadie, y en verdad alejada ya de sus amigas Flavia no sabía con quien consultar. Apenas lo escuchaba a él dormirse, se iba a la cocina o prendía la tele sin volumen. Tímidamente regresaba al cuarto para escuchar que decía en los sueños. La carcomía una angustia que no cesaba. Quería saber pero no quería escuchar. Caminaba descalza por el departamento y se refugiaba en la cocina comiendo galletitas o tomando un té de Valeriana. A veces dejaba la puerta entreabierta y escuchaba sentada en el sillón de cuero marrón tapada por la manta. Una noche entró en pánico. Ya no escuchaba susurros sino órdenes como sentencias militares y por primera vez vio lo que era Pablo enojado, o mejor dicho sacado. Salió corriendo a la cocina y se quedó mirando la pantalla de la notebook apagada. Ese día decidió que debería llevar un diario, registrando todo lo que decía Pablo en sueños. Empezó un archivo bajo el nombre de Babel y lo protegió con contraseña. Tecleaba nerviosa cada palabra, escuchaba a Pablo moverse en la cama de un lado al otro sin despertarse. Un grito, le hizo cerrar la compu de inmediato. Petrificada le escuchó repetir  en francés: Mourez Tous! Mueran Todos!
            A la mañana siguiente, se fue a la oficina antes de que Pablo se levantara y le dejó un cartelito en la heladera. Se tomó un café en el bar de la esquina y por primera vez en mucho tiempo se sintió sola. No solo en aquel bar, mirando la gente pasar desde la ventana sino en la vida, lejos de amigos, lejos de su familia. Cuando llegó al trabajo tenía tres llamados de Pablo que decidió ignorar.  Llegó más temprano al departamento, necesitaba hablar tranquila con él. No encontró la paz que buscaba sino todo lo contrario. Apenas dio vuelta la llave, vio gente extraña. Eran unas seis o siete personas sentadas en el piso tomando agua de sus vasos de colores. No se inmutaron al verla entrar. Los tres segundos que se quedó inmóvil parada en la entrada escuchando a todos hablar francés le parecieron un limbo eterno. Pablo apareció desde la cocina con galletitas y al verla se acercó en cámara lenta como examinando su reacción. Le besó la frente y dijo que estaba reunido con amigos de la infancia. Ella, bajó la cabeza y sin mirarlo a los ojos se excusó con que debía ir al gimnasio. Salió de nuevo  la calle, con su vestido ajustado azul y sus tacos aguja Jimmy Choo.
Flavia ya no se acuerda en que momento se convirtieron en extraños. Como de común acuerdo habían aceptado que cada cual hiciese su vida. El traía gente extraña a toda hora, sin avisar. Ella salía escurridiza del baño al gimnasio evitando las miradas de aquellas personas que se instalaban en su sillón de cuero. Cada vez que daba vuelta la llave del departamento temía ver con quien se encontraba. Ansiaba volver a la tranquilidad de antes cuando salían a caminar por el central park tomados de la mano como gente normal. ¿Pero, quién era normal en Nueva York? El diario de Babel se había convertido en una obsesión. Había remplazado el té por café expresos, y las galletitas por cigarrillos Marlboro. Las madrugadas se volvieron su pesadilla tecleando coordenadas, nombre de monumentos, órdenes de fusilamientos y palabras que se repetían a lo largo de las noches.
El martes después de comer sola, porque Pablo había salido, aprovechó para dormir un rato. Últimamente sentía un cansancio sofocante que sus ojeras hundidas negras no podían negar. El estado de alerta constante se había convertido en una paranoia, que reconocía en sus actos, pero algo le decía que debía estarlo. Cuando llegó se hizo la dormida, y esperó que se fuera a la cama. Pablo se fue al baño se lavó las manos y la cara con mayor cuidado que de costumbre y sin hacer mucho ruido se fue de nuevo en el living. Flavia comenzó a escuchar susurros. Se reincorporó y sigilosamente se acercó al borde de la cama. Era la primera vez que lo veía rezar en árabe. Tirado sobre una colchoneta con la cabeza entre sus brazos al ras del piso. Rezaba cánticos musulmanes y alzaba sus brazos al son de ellos. Compenetrado en su rito no vio la cara de horror de Flavia en la oscuridad mientras repetía Allah, Allah, Allah. Flavia se quedó sin aire, volvió a taparse y todo su cuerpo empezó a temblar sin poder controlarlo. Se quedó en posición fetal llorando en silencio.
A las seis de la mañana salió a trabajar. Desde la oficina le mandó un mensaje de texto a Pablo anunciando que esa noche debería viajar por  trabajo a Philadelfia. Marcó send y suspiró dejándose llevar por el balanceo hacia atrás de su sillón. Miraba los rascacielos grises perderse en el cielo. Necesitaba un tiempo fuera de Nueva York, bien lejos de Pablo. En el trabajo fue sencillo armar un viaje a la casa matriz con poca anticipación y su jefe estaba contento por la iniciativa. Volvió temprano a casa para hacer la valija. Aliviada comprobó que Pablo no estaba y tenía todo su departamento para ella en calma y paz. Hizo su valija con más ropa de la que necesitaría y empezó a limpiar un poco el living que ya el polvo cubría toda la biblioteca. Con la franela daba golpecitos a los libros y los estantes hasta que en un descuido cayó al piso el pájaro azul que Pablo había traído de un viaje. Le había dicho que esos objetos eran de la buena suerte y traían armonía al hogar. El azul lo había colocado en el living, el rojo en la cocina, y el blanco en el dormitorio. Miro el piso y vio el objeto hecho trizas en el piso. Al juntar los vidrios azules comprobó un pequeño artefacto negro que estaba en su interior. Parecía una camarita oculta, igualita a su webcam pero en miniatura. Salió corriendo y se encerró en el baño. Allí no había ningún objeto, miro por todos lados para ver si veía algo raro, algo nuevo y nada. No entendía nada. La cabeza le funcionaba a mil. ¿Por qué la espiaba Pablo? ¿En quien se había convertido? Estaba confundida no sabía que debía hacer, lo único que sentía era miedo. Miedo que le atravesaba el cuerpo y la tenía prisionera. Debía limpiar todo y no dejar rastros del accidente. Su celular sonaba, un mensaje de Pablo que le decía: “Te llevo al aeropuerto en minutos llego a casa”
El viaje hasta el aeropuerto fue incómodo. El único que hablaba era el taxista y tan solo escuetas palabras del tiempo y del frío que se pronosticaba en la radio. Flavia creía que lo conocía.  Miraba por el retrovisor la cara. Creía que esos ojos oscuros los había visto antes. Llegó a pensar que era unos de esos amigos de Pablo que había estado en el departamento sentado en el sillón. Cerró los ojos, no veía la hora de salir corriendo del auto y embarcar. Con las manos escondidas bajo sus muslos, y sentada bien cerca de la ventana se mantuvo rígida, casi sin moverse la hora entera que duró el viaje. 
̶  A tu vuelta debemos irnos de viaje ̶ le sugirió Pablo
Como una sombra, Pablo la acompaño hasta hacer el check-in y la entrada a migraciones y se despidió con un beso que Flavia no respondió. Sin mirar atrás ella se perdió tras las puertas detectoras. Luego de pasar la seguridad se quedó frente al vidrio viendo los aviones aterrizar hasta que la pista quedó a oscuras. Llamó a los padres, que vivían en Chicago y les dejó un mensaje. Se ubicó frente a un monitor en la sala de al lado mirando la gente pasar.  Escuchó su nombre por el autoparlante: Flavia Menéndez, por favor acercarse a puerta número 15. Su nombre retumbaba en el pasillo. Una, dos y tres veces lo escuchó retumbando en la sala interrumpiendo el silencio. Finalmente escuchó el último llamado de embarque con su nombre y después hubo paz. Se quedó sentada mirando como cerraban la puerta y retiraban el cartel del vuelo. Frente al monitor esperó la confirmación de despegue. Cuando aparecieron las letras blancas DEPARTED en el monitor azul, sintió alivio dejando caer todo su peso por primera vez en la silla.
Durmió acurrucada en una fila de tres asientos que encontró libre. A las tres de la mañana cuando se despertó en la tele del kiosco de revistas pasaba la noticia del momento. Imágenes de humo y fuego acapararon todos los monitores visibles. Una bomba había explotado en un avión. Flavia comenzó a llorar llevándose las manos a la cabeza. Varios pasajeros en tránsito compartían la angustia. No era cualquier avión, era el vuelo 382 AA a Philadepfia. Su vuelo. Había una foto de un sospechoso. No dudaba, era Pablo.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

EL MALETÍN DE LA GOROSTIAGA


EL MALETIN DE LA GOROSTIAGA

Por Alejandro Anderlic

Es muy fácil opinar sobre lo que tendría que haber hecho Matías, cuando uno lo observa desde afuera del cuento, sabiendo cómo va a terminar. Pero para Matías, todo era mucho más difícil. Para el protagonista, siempre todo es mucho más difícil.

Quizás Matías podría haber estudiado un poco más. Podría haber llegado al colegio un poco más tarde. O al menos debería haberse quedado esperando un rato en la vereda, hasta que llegaran sus compañeros. No tendría que haberse metido en la clase. Y tendría que haber evitado abrir el maletín de la Gorostiaga y leer ese papel.
Había llegado la fecha, dos de diciembre. El día en que Matías no podía fallar. Tenía que dar examen de Historia y sacarse un diez, para que le diera el promedio. Era su última oportunidad de no perder el año. En realidad, perdería mucho más que eso. Se quedaría sin el viaje a Europa con sus mejores amigos. Se quedaría sin el regalo que hacían sus padres a cada hijo que egresaba (a su hermano mayor, dos años atrás le compraron la moto y Matías ya había insinuado qué le gustaría recibir). Pero lo que más angustiaba a Matías era no poder cumplir la promesa que le había hecho a su abuelo cuando se murió este invierno: que se iba a recibir a fin de año para arrancar la facultad en marzo y un día llegar a ser un gran médico, como él.
Casi no había dormido la noche anterior. Tuvo decenas de pesadillas. Se cayó en cámara lenta por todos los precipicios del mundo y se imaginó varias veces sentado frente a la Gorostiaga con la mente en blanco, sin saber qué contestar a sus preguntas, a cuál más difícil. Aunque había estudiado y repasado varias veces, sentía que todas las páginas del libro estaban mezcladas en su cabeza, como si se hubieran caído al piso y alguien con maldad las hubiera reenumerado al azar. Llegó a pensar que quizás todo eso fuera parte de un plan macabro de la Gorostiaga.
Partió de su casa al alba. En el colectivo sólo iban él, el chofer y una señora que dormía en el último asiento. Llegó a la parada del colegio a las seis y veinte. Cuando se bajó, la cuadra estaba desierta. El portero recién había terminado de baldear la vereda.
Matías nunca fue muy buen alumno. En realidad, desde primer grado competía codo a codo con Germán Rosales por el título del más bestia de la clase. Varios años ganó él. Otras veces, ganó Rosales. Pero cuando Rosales fue invitado por la Directora a cambiarse de colegio, Matías dejó de tener competencia. Sus padres le ofrecieron varias veces pasarse a un colegio que fuera “más para él”. Pero Matías no quería perder a sus amigos. Aún a costa de saber que si pasaba de año, era por milagro. O por compasión. O porque las autoridades no querrían quedarse sin cobrar una cuota, en los tiempos que corren.
El portón de hierro estaba entreabierto, como invitando a pasar. Aunque faltaba como media hora para que lo abrieran oficialmente, Matías resolvió aceptar la invitación anónima. Sin hacer ruido. En el patio central no vio a nadie y lo cruzó, decidido. Había movimiento en la casa del portero y la luz de la Dirección estaba encendida.  Escuchó unas voces, que parecían venir de la Sala de Profesores.  Parecían ser la de la Directora y la de la Gorostiaga, su verdugo.
Fue directo hasta la clase, que estaba al final del pasillo. Ahí también la luz estaba prendida. Entró despacio, maldiciendo el chirrido de la puerta de madera. Por suerte, nadie lo notó. Se acercó a su banco, que estaba en la última fila, contra la pared. Trató de ordenar las ideas, al menos alguna idea. Era imposible. Intentó calmarse y rebobinar. Sólo le venía a la mente un dibujo de la cara de Rosas y la foto del cajón y el cortejo de un presidente que le había llamado la atención en el libro de Historia. Nada más.
Levantó la mirada. Ahí estaba el maletín, sobre el escritorio del profesor. El maletín naranja de la Gorostiaga. El que ella acarreaba siempre, no importaba cómo estuviera vestida. La Gorostiaga nunca se despegaba de su maletín. Lo llevaba con ella a los recreos y a los actos. Algunos dicen que hasta iba al baño con el maletín.
Matías caminó hacia el frente del salón y se paró delante de la tarima. El maletín brillaba de una forma especial, como si guardara algo poderoso. Lo pensó un par de veces pero trató de sacarse la idea de la cabeza. No podía abrirlo. A lo mejor, adentro no había nada importante. O quizás sí. Tal vez lo pescaran en el intento y entonces no iba a saber qué decir.  Pero su mano derecha no podía resistirse y empezó a estirarla, de a poco, hasta que alcanzó a tocar el cuero naranja.  Miró su reloj. Todavía faltaban diez minutos para que abrieran el portón. Entonces, tomó el maletín con fuerza, con las dos manos. Y empezó a abrirlo lentamente.
Adentro había una carpetita transparente que guardaba, impresos en hojas rayadas, los exámenes que les iban a tomar. Estaban prolijamente ordenados por orden alfabético, con el nombre de cada uno escrito a mano, del puño y letra de la Gorostiaga. Eran veinte preguntas, multiple choice.  Las preguntas eran muy tramposas. O quizás demasiado difíciles para él. Matías intentó resolver la primera, pero no tenía ni idea. Corrió a abrir el libro tratando de encontrar la respuesta, pero no pudo.
Entonces encontró otra hoja, en el bolsillo de atrás del maletín. Una hoja de papel color rosa, con una guarda de flores. Matías la sacó con mucho cuidado. En esa hoja, estaban ordenados los números del uno al quince en forma vertical. Junto a cada número, había una letra.  Del otro lado de la hoja, estaban las otras cinco preguntas y sus respuestas. Pero también había algo escrito a mano, con otra letra. Matías pudo reconocerla: era la letra de la Directora. Empezó a leer, sin poder creer que la destinataria de toda esa locura de pasión y poesía fuera su profesora de Historia. “Amada Matilde”, como la Directora llamaba en esa carta a la Gorostiaga.
Matías se apuró a copiar en su libreta de apuntes las veinte respuestas del examen. Dejó de nuevo todo acomodado adentro del maletín y salió al patio. Justo en ese momento, se abrió el portón y el colegio se llenó de uniformes azules. Matías y sus compañeros entraron a la clase. Antes que ellos, ya había entrado la Gorostiaga. En el aula había un silencio sepulcral. Ella evitó darles el buen día, pasó lista y repartió los exámenes. Los chicos se miraban confundidos entre sí y la Gorostiaga los observaba por encima de sus lentes, con una sonrisita socarrona.
Matías sabía que necesitaba el diez. Sacó su libreta sin que la Gorostiaga se diera cuenta y empezó a copiar las respuestas. Cuando llegó a la veinte, se frenó de golpe. Era imposible que alguien pensara que precisamente él, el más bestia entre los bestias, pudiera haber hecho todo bien. Quizás si contestaba al menos una mal, su pecado de indiscreción no quedaría en evidencia. Tal vez así, diecinueve aciertos serían vistos como la mejor prueba de su esfuerzo. O como un golpe de suerte.  Así, Matías cambió la respuesta de la número doce, entregó la hoja y salió al recreo.
Al regreso del fin de semana, recibieron los resultados. En general, las notas no fueron buenas. Todos los compañeros se levantaron de sus bancos a saludar a Matías por su diez. Matías hizo un tremendo esfuerzo por festejar orgulloso y con naturalidad, mientras la Gorostiaga pedía orden y silencio. Cuando todos se habían callado, la Gorostiaga se acercó al banco de Matías y le dio un cálido apretón de mano. Ella lo miró a los ojos pero Matías no pudo sostener la mirada. Mientras todos aplaudían, la Gorostiaga, en voz muy baja, le pidió que antes de partir para su casa pasara por la Dirección, que ella y la Directora tenían que decirle algo.

domingo, 28 de octubre de 2012


Una noche - Gladys

Ernesto, dejame hablar! Gritaba yo sin tener idea qué agregar a ese comentario y agradeciendo que Ernesto solo contestara: “no, no te quiero escuchar más”, dando  vueltas por la casa mientras buscaba sus cosas que tiraba desprolijamente dentro de la valija. No se me cruzaba un “sentate y charlemos” porque no sabía qué decir en el hipotético caso que a él le dieran ganas de sentarse a charlar.
A mí, los diez años de matrimonio me tenían un poco aburrida!. No habíamos podido tener  hijos; él no quiso adoptar y yo no insistí. Pero ahora, a mis cuarenta y cinco ya me fastidiaba ver su cara todos los días. Separarme? No me lo planteaba. Lo amaba? Qué es exactamente el amor?. Sí tenía claro que la vida con alguien me cerraba perfectamente. Veía a mi hermana sola en todos los eventos sociales, salidas y escuchaba el típico y horripilante comentario que todos le hacían “y? donde están los hombres? Que pasa que no ven semejante belleza?” . Y si de algo estaba segura era que yo NO quería pasar por esa humillante situación.  Además, que te calienten los pies en invierno, te cocinen cuando llegas cansada de trabajar, que te arreglen el cuerito de la canilla, el enchufe que no anda…eso no tenía precio y yo no pensaba perderlo. Sexo? Esporádicamente teníamos. En nuestros  cumpleaños o para las fiestas y solo porque llegábamos muy borrachos a casa y el alcohol nos encendía los sentidos. Pero nada más.  Y estábamos bien. Yo estaba bien. 
Es que estaba aburrida también de hacer el amor con Ernesto.Siempre lo mismo! La misma posición, el mismo beso en el mismo lado, los mismo susurros diciendo las mismas cochinadas que, después de diez años ya me resultaban patéticos!.  Hasta sabía qué vendría en qué parte, cuando me diría qué y cómo lo haría. En silencio lo imitaba. Es más, me había acostumbrado tanto a ese juego que hasta me divertía.
Engañarlo? No. No se me había cruzado. No sé si porque nadie me partió la cabeza como para pensar en eso, o porque la educación represora de mis padres aún me rebotaba en la cabeza.
La cosa es que esa noche fue todo diferente. Yo creo que estaba ovulado porque me sentía como encendida, cachonda, sexie, o como quieras llamarlo. Era el primer cumpleaños de Vicky separada. Así que entre todas habíamos decidido alegrarla un  poco. Su marido se había ido con una varios años más joven, dos meses atrás.
Éramos cinco en total y programamos ir a comer a un restó de Palermo que se había puesto de moda.  Ernesto se quedaría en casa, jugaba Boca contra nosequien, y después irían unos amigos a jugar a la play. Yo me vestí como para  levantar un muerto. Me había comprado la tarde anterior unos tacos que eran tan increíblemente lindos que debería de haber salido vestida solo con ellos. Necesitaba que se luzcan, así que me puse una minifalda y una remera escotada (cómo no mostrar mis lolas nuevas con lo que me habían salido!).
En el restó y para tratar de animar a Vicky tomamos dos botellas de vino y para el postre pedimos champagne. Terminamos las cinco alegres y felices de estar juntas, aunque en la semana nos criticáramos unas a otras por teléfono; el alcohol, en ese momento, nos hacía olvidar nuestras imperfecciones. Una de ellas, también separada, había conocido a un tipo que tenía un boliche y decidimos ir a bailar un rato.
Llegamos, nos ubicaron amablemente en el vip y pedimos otra botella de champagne. El lugar estaba lleno de gente muy joven. Pero no importaba, la idea era divertirnos entre nosotras. Bailamos un rato y de repente sentí una mano que me agarraba fuertemente de la cintura y por la espalda. Cuando me di vuelta, tenía un pequeño hombre de metro ochenta y no más de veinticinco que me miraba con unos ojos extremadamente verdes. La espalda era tan ancha que llegue a imaginarme que el colchón de plaza y media le quedaría chico. El pelo morocho, sostenido detrás de las orejas y una sonrisa blanca y pura. Dios! Sí, era Dios!. No sé si el volumen de la música me impedía oír lo que me decía o eran mis sucios pensamientos. La cosa es que bailamos un rato muy sensualmente. El alcohol y el metro ochenta me  hicieron olvidar del lugar, mis amigas, la gente, la música y, obviamente, de Ernesto. Los únicos seres vivos en ese momento éramos Fidel y yo.
No sé cómo llegamos al hotel. Lo que sí sé es que me hizo el amor como Ernesto no me lo había hecho ni siquiera la primera vez que dormimos juntos. Tenía una vitalidad, una espalda y una imaginación que  cuando lo pienso no puedo evitar que un escalofrío me corra por el cuerpo.
Habíamos ido con mi auto. Así que amablemente me acompañó hasta unas cuadras cerca de casa, y se bajo en  la parada del colectivo. Me pidió el número del celular y se lo di cambiado.  Ni se me cruzaba la idea de tener un amante y mucho menos uno que me sacara a pasear en el 152!!.
Cuando llegué a casa eran cerca de las 5 de la mañana. Ernesto roncaba, así que lo puse de costado y le hice el “ssshh” que siempre me había servido para que dejara de hacerlo. Ni siquiera me saqué el maquillaje. Tomé un vaso de agua y me acosté desnuda. Me dormía parada.
Y bueno, la noche había sido tan intensa y este joven tan asombroso que inmediatamente me quedé dormida.
Me despertó Ernesto preguntándome quién era Fidel y porque yo le decía “ay sí, así Fidel, más, dame mas”. 

Gladys - Octubre 2012

lunes, 22 de octubre de 2012

Una más



por Marina de la Serna

Volví de Oxford en septiembre, después de pasar el verano boreal entre claustros decimonónicos y académicos aspirantes al Premio Nobel de Economía. El doctorado me serviría para conseguir una cátedra en la San Andrés o un puesto en el Banco Central. Mientras tanto, me conformaba con trabajar en alguna empresa privada.
El día en que volví a encontrarme con Manu, llovía y me acababa de arruinar los zapatos cruzando Alem a la altura de Catalinas. Cuando llegué a la esquina de Reconquista y Marcelo T ya estaba empapada y sólo pensaba dónde podría encontrar un taxi. Él, al ver mi furia (por no encontrar un taxi) o mi desconsuelo (por los zapatos arruinados), se acercó y me dijo: “¿te puedo ayudar?”.
Lo miré. Esos ojos familiares…..”ay, sí…”empecé a decir y me corté a la mitad de la frase. “Vos no sos….?”, nos miramos, nos buscamos con la mirada, reconociéndonos a través de los años, los viajes, las mil situaciones e historias que habíamos atravesado desde la última vez que nos habíamos visto.
Él se dio cuenta primero: “¡Inés!” “¡Manu!” “¡Hola, cómo estás!” “¡Qué hacés!”
“Che, nos estamos empapando, vos estás apurada?”
“No, la verdad podríamos entrar acá y esperar a que pare, ¿no?”, dije señalando la puerta del pub que ocupaba toda una esquina.
“Dale, tengo una reunión en media hora, pero puedo llegar más tarde”
¿Fue media hora? No lo sé, si me lo preguntan bajo juramento tengo que decir que fue más, mucho más el tiempo que pasamos, pintas de cerveza de por medio, resumiendo los últimos veinte años de nuestras vidas. Cuando estábamos en el colegio, Manu era mi amigo. Nada más. Estudiábamos juntos para todas las materias, nos escapábamos al Italpark cada vez que podíamos y cuando había que formar grupos para los trabajos prácticos, todos sabían que nosotros íbamos en tándem. En contra de todas las insinuaciones y las bromas de mis amigas y sus amigos, nunca fuimos novios. Y mientras contemplaba la espuma de la pinta de cerveza evaporarse, me encontré dudando y preguntándome cómo habían sido de verdad las cosas.
“Che, ¿vos y yo no habíamos sido novios?”, le pregunté
“Si fuera así, te juro que me acordaría. Todos mis amigos te tenían unas ganas….Si me jodían todo el tiempo y no me creían que no pasara nada con vos”
“Ah, sí”, hice como que me acordaba. En realidad, lo que sí me acordaba era que Manu me gustaba. Mucho.

Fiesta de egresados en La France. Entro al baño y me encuentro a buena parte del curso cuchicheando, muchas con esa cara de satisfacción que da la desgracia ajena. Apenas me ven, se callan y alguna le da con el codo a la que está al lado. Las miro, buscando una explicación, pero todas se apuran a salir del baño con la excusa de que ya empieza el carnaval carioca.
No le doy demasiada importancia, después de todo no eran mis amigas, sino esas compañeras que deseaba no volver a cruzarme nunca más, luego de las fotos, los diplomas, las sonrisitas y los deseos de “¡que no se corte!”
Unos días después llega el acto académico, como le decían a la entrega de diplomas, discursos varios y traspaso de la bandera de ceremonias. Después viene el bufet y brindis con los padres y autoridades en el bar del colegio. En un momento en que todos se están sacando fotos con los profesores, Marcela, que sí era mi amiga, me agarra del brazo y me arrastra a la penumbra de la galería que da al patio.
“Te tengo que contar algo, no sé si es un chisme, pero tenés que saberlo”
“Qué pasa, qué es tan grave”, le digo
“Rosaura está embarazada”
“Ah, bueno. Qué mal, digo qué bien” , le digo con cara de contame algo que valga la pena. Al paso que iba, la noticia era que Rosaura no se embarazara antes de terminar el CBC.
“Pero parece que el padre es Manu”, agrega Marcela, bajando la voz y mirando las baldosas de la galería.
Después de eso, no escuché más nada. Creo que los habían visto varias veces en La City, muy juntitos y un par de veces se habían ido juntos de Engelberg.

Desde ese día, no lo ví más. Me fui a estudiar, a vivir a Estados Unidos. Más que engañada, sentía que había seguido las señales equivocadas.
Había parado de llover. En el pub, una vela chiquita se consumía en un vaso de los que se usan para el tequila. Se hacía tarde.
“¿Y tus hijos?”, le pregunté.
“No, no tengo hijos”, contestó, mientras repartía lo que quedaba de la jarra de cerveza entre los dos vasos. Me miró, los ojos sonreían. “¿Tenés tiempo para una más?” dijo, mientras la velita se apagaba.

miércoles, 17 de octubre de 2012

AZUL



AZUL

Por Alejandro Anderlic

A la distancia, Costa Remanso es apenas un punto diminuto en el mapa de la provincia de Valparaíso. Cierro los ojos y la retina se me llena con recuerdos de Costa Remanso. Hace diez años, estuvimos ahí con Mercedes. No sé si definirlo como un pueblo o un poblado. O como un caserío. Probablemente sea incluso menos que eso. Nada menos que eso. Habíamos llegado de casualidad, una tarde de lluvia. En verano, sin rumbo y de mochila. Me acuerdo del faro azul. (Nunca volví a ver un faro azul). Me acuerdo del manojo de casas coloniales apiladas en el cerro sobre la costa, todas parecidas de lejos y todas tan distintas de cerca. Todas blancas con tejas españolas, todas las puertas y las ventanas azules. Todo era blanco y azul.

Las tejas también eran azules. Tenía un cielo increíblemente azul. Un mar increíblemente azul. Aunque vi otros mares muy azules, el entorno de Costa Remanso lo hacía único. Quizás para otros no lo fuera. Pero para nosotros, sí que era único. Nos quedamos casi dos semanas. Una de esas noches, respiré muy hondo, tomé impulso y le pregunté a Mercedes si quería casarse conmigo. No venía preparado, así que tuvo que ser sin anillo. Se lo dije en el bar sobre la playa, el bar de madera entre las rocas, el único que había. El bar donde nos tomamos el beso más infinito. ¿Existirá aquel bar? ¿Qué será de Costa Remanso? No conozco a nadie que haya ido ahí después de nosotros. Ni antes tampoco. A la distancia, Costa Remanso es sólo un punto minúsculo en el mapa de la provincia de Valparaíso. En ese mapa que todavía conservo y ahora encuentro, todo ajado y doblado en cuatro, en el álbum que guarda los recuerdos de aquel viaje.

Este verano, Mercedes y los chicos quieren ir a la playa. Hace años que no veraneamos en la playa. Pienso que podría ser tiempo de volver. Me pregunto si conservará esa magia. Me pregunto si nosotros habremos conservado esa magia. Entonces, nos ponemos de acuerdo con Mercedes y decidimos volver.

Arrancamos de Santiago hoy quince de enero a media mañana los cuatro, con el auto muy cargado, camino al hotel. Parece que hay un solo hotel en Costa Remanso. El hotel tiene diez cuartos, o diez departamentos, todos frente al mar tan azul. Los chicos van viendo una película de dibujitos atrás. Nosotros, adelante, pensamos en los días que habíamos pasado juntos en ese paraíso. Esta vez, diez años más tarde, sabemos a dónde ir y cómo llegar. Pero no sabemos con qué nos encontraremos. Ahora tenemos el mapa. Hace diez años, no teníamos mapa. Aquel mapa que conservé por tanto tiempo nos lo habían dado en la estación de servicio cuando volvíamos para Santiago. Está todo ajado y doblado en cuatro, arriba del tablero del auto.

Paramos a cargar nafta en una estación de servicio. Los chicos quieren tomar algo y Mercedes aprovecha para llevarlos al baño. Nos estacionamos una media hora, total no tenemos apuro. Mientras como un tostado, siento un leve temblor que viene del piso y veo cómo los vasos y los platos se mueven sobre la mesa. Todos lo notamos y nos miramos en silencio. Por fortuna, dura apenas unos segundos. Seguramente haya sido sólo eso. Preferimos no preocuparnos; estamos de vacaciones y vamos camino a Costa Remanso. Al volvernos a subir al auto, Mercedes me pregunta por el mapa.

Lo buscamos por todo el auto y no lo encontramos. Estoy seguro de no haberlo bajado. Mercedes no se acuerda de haberlo bajado. Los chicos no estuvieron en el asiento de adelante; mal podrían haberlo bajado. Ya no tenemos mapa y tampoco tenemos en claro el camino para llegar. Necesitamos llegar, mejor si es antes de que se haga de noche. Falta mucho para la noche, pero necesitamos conseguir otro mapa de la provincia de Valparaíso.

No sabemos dónde podremos conseguirlo. Quizás en ésta o en alguna otra estación de servicio. Mercedes le pregunta al playero que nos cargó nafta y parece que sí venden mapas en el negocio de adentro. Al minuto regresa al auto, sonriente, con un mapa en la mano. Está todo ajado y doblado en cuatro, como nuestro viejo mapa. “Era el último que tenían” –me dijo. Los chicos, siguen viendo dibujitos. Entonces volvemos a la ruta y sentimos otro temblor, pero tampoco es tan fuerte.

Mientras prendo otro cigarrillo, Mercedes abre el mapa y trata de encontrar a Costa Remanso. Pero no lo encuentra. Me dice que parece no figurar en este mapa. Debe ser un mapa de mala calidad. Costa Remanso figuraba en nuestro otro mapa, el mapa que no aparece. Golpeo el volante con mi mano izquierda y pienso en tirar este mapa por la ventana. No nos sirve, si no figura Costa Remanso. Estoy desorientado y no sé para qué lado ir. Aunque creo que es para el sur, y sigo las indicaciones de la ruta y vamos hacia el sur.

En eso, Mercedes me pide que paremos un momento en la banquina, que cree haberlo encontrado, pero quiere saber  mi opinión. Los chicos siguen embobados, mirando dibujitos. Me detengo al costado del camino y juntos estudiamos el mapa. Hay una parte  medio borroneada, justo donde en nuestro viejo mapa recuerdo que estaba el punto de Costa Remanso. En este mapa eso es de color azul, de un azul como el del mar donde estaba el faro.

Parece que vamos en la dirección correcta y que no debe faltar mucho para llegar. Hay un tercer temblor. Nos tomamos de la mano con Mercedes y miro a los chicos por el espejo retrovisor. Ellos ni se dan cuenta. Pienso en cómo será nuestro primer día de playa con ellos en Costa Remanso. Y pienso en el bar.

Al final de esa curva, vemos a lo lejos los techos azules y el faro azul. Me parece que el faro está torcido. Mercedes me mira. Después abre su ventanilla y tira el mapa por la ventana. Por el espejo veo cómo el viento se lo lleva hacia la costa hasta que cae al agua.

Un cartel de madera al costado del camino nos dice que faltan dos kilómetros para llegar. Los chicos siguen viendo dibujitos. La tierra empieza a temblar mucho más fuerte y me cuesta conservar el rumbo del auto. Queremos seguir adelente, pero hay una grieta en la ruta que no nos deja avanzar. Deben faltar unas pocas cuadras. Miramos hacia nuestra derecha y alcanzamos a ver una pared gigante de agua que se abalanza sobre nosotros. Y que amenaza de muerte a Costa Remanso. Por suerte, los chicos siguen viendo dibujitos.

martes, 9 de octubre de 2012

Diez kilómetros



por Marina de la Serna

El sol lo encandiló. El amanecer lo encontró en medio de la ruta, en el medio de la pampa o, como él pensó en ese momento, en el medio de la nada. Por algo lo llamaban el desierto.
Quería llegar rápido, o por lo menos no perder ni medio día en ese viaje que no había podido evitar, por más excusas que buscó. Ni siquiera logró posponerlo, patearlo para adelante, con la esperanza de no necesitar hacerlo si pasaba demasiado tiempo. Como si ciertas cosas pudieran prescribir o diluirse hasta desaparecer por sí solas. La vida no funcionaba así, por mucho que lo deseara o fantaseara con deshacerse de las situaciones con esa facilidad.
Miró el celular. Casi no tenía señal. Creía saber cuántos kilómetros le faltaban para llegar, pero empezó a preocuparse. El paisaje no variaba y fue creciendo la sospecha de que no tenía la menor idea de dónde estaba.
De repente vio adelante una estación de servicio y un parador. Decidió detenerse, necesitaba ir al baño, despejarse con un café y tal vez comer algo. Al mozo que lo atendió le preguntó: “¿Cuánto falta para Venado Petiso?” “Uy, todavía le falta un tirón” le contestó el mozo, mientras ponía el pocillo y la azucarera sobre la mesa. “Tiene que seguir derecho unos cien kilómetros, pasar el puente, seguir veinte kilómetros más, en la bifurcación seguir por el carril de la izquierda, pasar la tranquera que dice “La Escondida”, y ahí se va a encontrar con otra bifurcación en T. Ahí doble a la derecha, no se confunda, mire que no hay carteles, o va a terminar donde el diablo perdió el poncho”. “Muy bien, muchas gracias” dijo Guillermo mientras sacaba la billetera y le pagaba.
Confiaba en acordarse de tantas indicaciones. Empezaba a arrepentirse de su negación al GPS, de esa tozudez con que rechazaba que una máquina le dijera por dónde tenía que ir. Recorrió unos cuantos kilómetros más. Quería llegar antes de que lo agarrara la noche. Sabía que no podría seguir manejando sin dormir, pero no quería perder un día más sobre la ruta, viendo sólo pastizales, algún que otro árbol y cuidando que no se le cruzara ninguna vaca.
Pasado el mediodía empezó a preocuparse. El paisaje no había cambiado mucho y de las indicaciones del mozo, sólo se acordaba la mitad. Pero podía jurar (o al menos estaba muy seguro) que en la primera bifurcación tenía que doblar a la derecha y después a la izquierda.
La camioneta Nissan seguía devorando kilómetros, pero la tranquera de La Escondida, fiel a su nombre, no quería aparecer. Si no encontraba pronto una estación de servicio, iba a estar en serios problemas. Y encima, el celular seguía sin señal.
Cuando el sol empezó a bajar y notó cuánto se alargaban las sombras, más que preocupación, empezó a sentir pánico. Era evidente que el mozo se había confundido. Claro, se confundió. Después pensó que Amanda le hubiera dicho: “no se confundió, vos entendiste mal, que es diferente”. Igual, admitir que se había equivocado no iba a servir de mucho en medio del campo, en un atardecer que le hubiera parecido hermoso en otras circunstancias, pero que ahora sólo anticipaba que se le venía la noche, literalmente.
De pronto ya no le importó llegar a destino, ni las razones que lo habían llevado a hacer ese viaje. Sólo quería un lugar donde parar, una comida caliente, una cama, una puerta que lo separara de la noche y la inmensidad de la llanura. Siguió unos kilómetros más. Se estaba resignando a parar al costado de la ruta y dormir en la camioneta, cuando lo vio. Pensó que era un auto de colección, un Torino reluciente que parecía nuevo. Estaba parado al lado de la ruta, bajo un farol que iluminaba un camino secundario. Iba a pasar de largo, cuando una mano le hizo señas. Había alguien junto al Torino.
-Hola, buenas noches. ¿Te puedo ayudar en algo?
-Se me quedó el auto y no tengo señal. ¿Me prestarías el teléfono?- era una morocha más que interesante, y miraba con unos ojos que Guillermo no podía ignorar, aunque la tentación de mirar un escote generoso fuera más fuerte.
-Me encantaría, pero tampoco tengo señal- (además de poca nafta, pensó preocupado)
La morocha no pareció hacerse mucho problema.
-¿Para dónde vas?
-Para Venado Petiso, pero en realidad estoy un poco perdido. Estaba buscando un lugar donde hacer noche.
La morocha se decidió rápido.
-A diez kilómetros de acá hay un pueblo. Ahí podés encontrar un hotel y si me llevás, puedo llamar a alguien que me venga a buscar.
-Bueno, dale- dijo Guillermo mientras destrababa las puertas para que ella pudiera subir.
Caía la noche y se pusieron en marcha. En el paisaje que se diluía en las sombras, Guillermo se preguntó si de verdad encontrarían un pueblo al final de los diez kilómetros.

martes, 2 de octubre de 2012

Un Imposible

Odiar, odiar lo que se dice odiar no, pero resistirme con toda la fuerza mental y física sí.
 
Muchas veces me he preguntado porqué esa fobia al idioma inglés .
 
Sería por lo del Peñón?

Sería por lo del barco inglés sombrío y ajeno (se acuerdan del viaje hacia Argentina).
 
Tal vez porque mis oidos se vuelven de piedra cuando el idioma que reciben carece de música.
 
O en aquella vida en la que fuí francesa, me tocó la Guerra de los Cien Años.
 
No se crean, yo le puse garra, voluntad e insistencia, pues repetí durante 20 años el primer año de inglés.
 
Al bueno de Mr. Burke profesor de mi colegio secundario, lo llevé al borde de la exasperación, hasta que abandonó … el colegio y la vida .
 
En la Cultural Inglesa, no recuerdo si me invitaron a abandonar el curso por propia voluntad o me acompañaron hasta la puerta.
 
En Berlitz tuve más suerte, Mme. Germaine era francesa, tomaba clases particulares que me costaban una fortuna y paseábamos toda la hora por los museos impresionistas, los poetas miserables y las calles de Paris.
 
En el Icana, como era americano, renové mis esperanzas y cuando los módulos pudieron conmigo, de ahí sí me fuí sin culpas, total eso apenas se parecía al verdadero idioma.
 
Y por fin llegó el International House, todo era inglés: el edificio, el Director. El profesor recién llegado de Londres se habrá preguntado muchas veces qué cuenta pendiente tendría con el destino para que le tocara lidiar en un país ya hostil de por sí, con una alumna imposibilitada de pronunciar correctamente una frase repetida hasta el agobio, que además con la mayor cara de inocencia le decía: es por culpa del francés.

Durante ese año, en los dias de clase hice 16 anginas, en el trayecto de ída choqué el auto dos veces y el propio Mr. Dower con una esforzada sonrisa de cortesía me despidió en la vereda, tal vez para asegurarse de que no volviera.
 
No insistí más ….. por un tiempo, pero un día alguien me susurró “LONDRES” y me embarqué en la British vuelo directo, sola, sin receptivo y sin siquiera un diccionario de bolsillo.
 
A los 20 minutos de despegar, llamé a la azafata porque necesitaba algo, nunca
me respondió, pues no hablaba español.
 
La realidad aterrizó en mi estómago como si el avión estuviera perdiendo altura
sin aviso.
 
Lo inmediato era encontrar con quien hablar en esas 16 horas, después vendría
la preocupación por resolver los 8 dias que pensaba quedarme en Londres, para
por fin irme a París hablando inglés.
 
Mi compañero de asiento iba a Londres para olvidar la muerte de su madre, un trabajo infame y el loco amor que sentía por una prostituta.
 
Aun cuando era bastante más joven que yo, resistió mi asedio con la paciencia de un monje tibetano. Cuando promediaba el viaje, me miró como saliendo de una ciudad sitiada y me dijo "me llamo Oscar".
 
Fué una semana maravillosa, el inglés era su idioma materno. No aprendí nada, pero conocí los circuitos no turísticos de una ciudad impresionante.
 
Yo le pagué la cifra que habiamos convenido, pero creo que apenas le alcanzó para el Grand Bordeaux que tomamos en la cena a la que me invitó mi última noche en Londres, en un barco sobre un Támesis excepcionalmente sin niebla
que casi me permitía rozar la Abadia de Westminster con la punta de mis dedos.
 
 
Ha pasado mucho tiempo y yo aún no me doy por vencida. Hace poco alguien me susurró "DUBLIN"
 
En Dublin se habla el mejor inglés.
 
Meb.
 
Mayo de 2012



viernes, 28 de septiembre de 2012

DOMINGO DE PASCUA


DOMINGO DE PASCUA

Por Alejandro Anderlic

El día que cumplía 15 años, se incendió la casa de Lupe. Fue de madrugada.  Nunca se supo qué lo originó. Algunos vecinos creen que puede haber sido intencional. Por suerte, la familia no estaba. Era Semana Santa y volverían justo el domingo, para hacer los dos festejos. Aunque Lupe sólo quería celebrar la Pascua. Prefería pasar por alto su cumpleaños, si no podía compartirlo con Mirko, su amigo especial.
Finalmente ese día no hubo ningún festejo.  Los bomberos se fueron cerca del mediodía y dijeron que muy poco pudo salvarse.  Desde afuera, se veía la puerta de entrada tirada a un costado, partida en dos, del lado de adentro. El piso era un charco irreconocible de barro y hollín. Era imposible imaginarse que, un día antes, casi todo estaba inmaculado. La mamá de Lupe es fanática de los colores claros y eran claros los pisos, las paredes, los sillones y las doce sillas del comedor. Siempre había un enorme ramo de flores claras sobre el dressoire de la entrada. Resultó que desde ese domingo, nada más pudo ser claro.
La mamá de Lupe se quedó petrificada adentro del auto, con la mirada fija en la vereda de enfrente.  El papá sólo se animó a llegar hasta el umbral.  Lupe esperó un poco adentro del auto. Antes de bajar, leyó el mensaje que acababa de recibir en su teléfono: “Feliz cumpleaños, mi amor. Algún día te vas a animar.  Y Felices Pascuas para vos y tu familia”. 
 A la familia de Lupe nunca le gustó la compañía de Mirko.  Les molestaba la diferencia de edad y, sobre todo, su carácter tan particular. Seguramente por eso, una semana antes, Lupe había tomado la costosa decisión de pedirle que no volvieran a verse. 
Entonces Lupe borró el mensaje de texto de Mirko y se bajó del auto. Se acercó a su papá, que seguía ahí parado, temblando, sin animarse a entrar. Lo tomó del brazo, le sonrió y le dio coraje para que pudieran hacerlo juntos. 
Fue como caminar por un laberinto fantasmagórico de tizne. Los pies se les hundían en las cenizas. Todo estaba irreconocible; todo estaba teñido de negro. Esqueletos de muebles reposando inermes y desfigurados, resaltados por la luz que entraba, en exceso, por los ventanales del living. 
De atrás se escucharon unos pasos lentos, retumbando en el eco de los rincones vacíos. Lupe y su papá se dieron vuelta. Alcanzaron a ver a la mamá de Lupe, que se acercó a ellos y se les unió en un abrazo mudo, que duró varios minutos.
Lupe los interrumpió, suplicándoles que fueran a ver la parte que los bomberos dijeron que se había salvado del fuego. Tenía la esperanza de que su cuarto, el vestido de la fiesta y sus recuerdos hubieran podido sobrevivir.
Los recuerdos en los que Lupe pensaba estaban guardados en su ropero. Adentro de una caja. La caja atesoraba montones de pedacitos de su historia que fueron puestos ahí por sus padres y que los tres pactaron que serían abiertos y compartidos el día que ella cumpliera 15 años: El cartoncito del test de embarazo que después de tantos años había dado positivo. El mechón de rulos con el que nació, guardado en un sobre de papel manteca. Una estampita de su bautismo.  La vela de su primer cumpleaños. La carta que le escribieron sus abuelos antes de que partiera a su primer campamento. El primer diente que se le cayó. Un pedacito del yeso que le habían puesto cuando se quebró el brazo. Una foto de su primer baño de mar, una de su primera vuelta en bici sin rueditas y otra de su primer día de clases. El primer boletín.  Y una estampita de Jesús resucitado, que le regalaron las monjas de la clínica cuando se recuperó de su delicada operación.
Entonces avanzaron lentamente.  De la cocina y el dormitorio de los padres de Lupe no había quedado nada. Tampoco lograron reconocer el estar y la sala de televisión.  Al fondo de todo estaba el cuarto de Lupe. Parecía ser la única parte de la casa que había soportado el desastre.
En efecto, la habitación de Lupe se veía intacta.  La cama de hierro blanco con el acolchado de flores prolijamente tendido. El escritorio y los posters en las paredes. La guitarra acústica. La biblioteca, la araña provenzal y la mesa de luz.
Y el ropero, cerrado con llave.
Lupe de despegó de sus padres y salió corriendo hacia el ropero. Lo abrió muy despacio. El vestido de su fiesta de 15 seguía impecable, colgado dentro de su funda transparente. Abrió los cajones, uno por uno. Todo estaba como lo había dejado antes de partir de viaje.
Entonces estiró sus manos para llegar al fondo del estante de más arriba, donde estaba guardada la caja. La apoyó sobre la cama y desató de un tirón la faja que la envolvía. Sus padres se acercaron para ver mejor. Ni bien la abrió, comenzó a salir desde adentro un fuerte olor a quemado y un humo espeso, que se empezó a desparramar por la habitación y a teñir las paredes.  En la caja había dos brasas al rojo vivo.  Lupe empezó a hurgar, desesperada, quemándose la punta de los dedos, con la esperanza de poder rescatar algo.  La mayoría de los recuerdos estaban carbonizados.
Sólo dos habían quedado intactos: la estampita de Jesús y una foto carné de Mirko.