ANANÁ
Ayer me desperté a las nueve de
la mañana. Fue la primera noche que dormí en casa sin Lola y los chicos. El
aire se había impregnado de olor a ananá. Yo decía que era ananá. Lola decía
que era piña. No sé bien cómo distinguir una fruta de la otra. Para el caso, importa
poco. Creo que piña es lo que comíamos con el desayuno las veces que fuimos a
Brasil con ella y los chicos. El punto es que el olor viene de la cosa gigante
que se nos está viniendo encima. ¿Dónde estará Lola? ¿Cuándo volveré a ver a
los chicos? La gente no se ha puesto de acuerdo en qué es eso que se está
acercando. Algunos lo están ignorando y siguen haciendo su vida de siempre. Otros,
como Lola, entraron en pánico y se escaparon de la ciudad. Creo que a partir del
ananá gigante se formó una grieta en nuestra sociedad y nada volverá a ser como
antes.
Lola se dio cuenta hace una
semana, cuando todavía nadie hablaba del tema. Era jueves, salíamos del cine y
ella me señaló algo junto a las Tres Marías, que brillaba mucho más que una
estrella. Al lado nuestro, una pareja mayor también lo comentaba. Ella le
insistía; él, le decía que estaba loca. Estuve a punto de meterme en la
conversación, pero Lola me tomó del brazo y levantó la mano para llamar un taxi.
Me acuerdo de eso y me viene a la mente la imagen de mi hijo menor, cuando
acomodaba las valijas en el asiento de adelante del auto, diciendo que su madre
también se había vuelto loca.
Al otro día, mientras
desayunábamos comentando la película, empezaron a hablar del ananá por la
radio. Los chicos ni se dieron cuenta. Con Lola, nos fuimos para el balcón y ahí
nos quedamos duros, viendo que la cosa había crecido bastante. Tenia forma de
piña, o de ananá. Era del tamaño del sol, pero no encandilaba. Lola llamó a su
trabajo para avisar que no iba a poder ir. Tampoco quiso mandar a los chicos al
colegio. Me contaron ellos, después, que su mamá se había pasado el día rezando
frente al televisor. Yo fui a la fábrica, pero me tuve que volver más temprano.
Es que Lola me llegó a mandar treinta mensajes al celular, diciéndome que tenia
miedo. Le pedí que por favor no hiciera escándalo delante de los chicos. Volví
a casa sin prender la radio del auto, pensando en el ananá que se estaba acercando.
Para cuando estacioné en el garage, había llegado a una conclusión muy lógica: no
hay ananás gigantes viajando por el
cielo. Sin embargo, al bajarme, miré para arriba y vi cómo esa cosa, que no
podía ser un ananá, ya tenia el doble de tamaño que el sol. Fui directo a la
cocina por una copa de vino. Le ofrecí una a Lola, que estaba ahí sentada, con el
rosario que compramos en Roma enredado en la muñeca. Los chicos estaban jugando
en su cuarto.
Lola cambiaba los canales apretando
el control remoto con el pulgar, sin decir una palabra, como si estuviera
poseída. Las noticias en la tele eran contradictorias. En el 22, hablaban de un
meteorito que iba a estrellarse con nuestro planeta. En el 23 daban una
película vieja. En el 24, había un panel de expertos hablando de una acumulación
de gases provocada por el calentamiento global -que curiosamente había adoptado
forma de piña- y que sería inofensiva. El canal oficial pasaba el discurso del
presidente en la inauguración de una planta empaquetadora de legumbres.
Me levanté a buscar el teléfono
para llamar a mi hermano mayor, a ver qué pensaba él de toda esta locura. Me
dijo que era un infeliz si creía en lo del ananá. Discutimos fuerte hasta que le
colgué. Fue una conversación muy desagradable. En el medio, Lola acostó a los
chicos y me hizo una seña de “te espero arriba”. Me quedé un rato sentado en el
sillón del living y cuando subí, ella ya se había dormido con un libro abierto,
los anteojos puestos y la tele prendida. Cambié de canal y me puse a mirar un
programa sobre un pueblo originario en extinción.
El sábado nos despertamos como
siempre para llevar a los chicos a deporte. Lola levantó la persiana y me vino
a buscar, agitada, para avisarme que la piña había desaparecido. Era cierto, no
se veía más. El cielo estaba todo nublado y la bruma no dejaba ver a más de cien
metros. Por suerte, no llovía. Sin decir nada, Lola me abrazó y me dio un beso
con los ojos cerrados. Hacía rato que no nos dábamos un beso con los ojos
cerrados. Entramos a la página Web del club y nos aseguramos de que fueran a
hacerse los partidos a pesar del clima espantoso. Ayudamos a los chicos a ponerse el equipo de
gimnasia y partimos. Había mucha menos gente que otros fines de semana, como
cuando tenemos un feriado puente. Mientras ellos jugaban, nos fuimos con Lola
hasta el bar por un café. Al rato, la bruma empezó a levantarse.
Los siguientes dos días no
hablamos del tema. Ni de ese ni de ningún otro. Recién el martes Lola me
propuso que dejáramos la ciudad. Yo me acordé de lo que me había dicho mi
hermano y le dije que no. Ella insistió y se fue con los chicos. Los chicos no
se querían ir, pero ella es la madre… De todas formas, quedamos en encontrarnos
acá cuando todo hubiera pasado.
Ahora me asomo de nuevo por la
ventana y casi puedo tocarlo. Definitivamente es un ananá gigante. Un ananá con
forma de meteorito. O al revés. Es anaranjado y destellante. Está lleno de
cuadrados y tiene unas puntas oscuras que sobresalen y que seguramente pinchan.
Quizás haya vida adentro, eso empezaron a decir hoy en los noticieros. Desde
ayer, toda la ciudad está cubierta de sombra. El sol y mi familia quedaron del
otro lado.