NOMEOLVIDES
Entró a mi quiosco de madrugada,
con su delantal de colegio blanco recién planchado, la mochila de Barbie, que
era más grande que ella, y botitas de goma color chicle, como único signo del
terrible diluvio que estaba cayendo afuera.
Pero ella no estaba mojada y olía
a rosas. Tendría unos ocho o nueve años, mejillas caramelo de frambuesa, el
pelo rocío de miel. Se paró frente al mostrador, en puntas de pie y, sin decir nada,
empezó a recorrerlo con la mirada, abriendo a más no poder sus ojos negros enormes.
Esperé unos minutos y le pregunté si podia ayudarla. “Bueno, gracias, señor. ¿Tiene
de esas pastillitas de anís con forma de corazón que vienen en una cajita de
colores..?”
A muy poca gente le gusta las
pastillas de anís. A mí me encantan, pero las empecé a apreciar de grande. Lo
mismo que a Lina. En este momento, podría decir que a nadie quise tanto como a Lina.
La conocí una noche de abril cerca de la estación de trenes, en la cuadra más
oscura. En seguida me llamó la atención. Llevaba un impermeable claro y no sé
si algo más. Charlamos unos minutos pero no quedamos en nada.
La siguiente vez que nos vimos no
llovía y me animé a invitarla a casa. Fue esa noche cuando, entre los dos, nos
animamos a tocar la luna. Depués nos quedamos profundamente dormidos, ella tomada
de mi mano. Desperté a media mañana, con un beso suyo en la frente. Me dijo que
ya se tenía que ir y no me animé a retenerla.
Iniciando un rito que se
repetiría una vez por mes, saqué el dinero del bolsillo del pantalón y lo dejé
sobre el escritorio.
Ella me miró así y pudo frenar el
tiempo para siempre. Sacó una birome de su cartera y y escribió algo en el
billete que estaba arriba de todo, uno de cincuenta pesos. Lo dobló en ocho,
extendió su mano para que yo abriera la mía y me lo devolvió. Nos dimos un
abrazo y luego partió. Recién al rato, me animé a abrir el puño y el billete,
que había quedado hecho un bollo. Lina había escrito junto a la figura de las
Malvinas un “Nomeolvides”, con trazo tembloroso, en tinta roja.
Con el tiempo, empecé a
acostumbrarme al perfume de rosas y anís de Lina. Nuestras vidas seguían
marchando sin sobresaltos por caminos paralelos, que se cruzaban en celestiales
encuentros metódicamente calendarizados. Todos los meses, ella esperándome en
la misma esquina, yo renovando mi invitación y al rato los dos como uno.
Hasta que en la madrugada del mes
once, nos animamos a tomar la decisión. Ella se despertó sobresaltada y fue
corriendo al baño. Al prender la luz del pasillo, yo también me desperté. Volvió
al rato toda empapada, con una noticia impensada y dos vasos de limonada en la
mano. Le dije que no se ofendiera, que no tenía sed y prefería pasar solo el
resto de la noche. Tomó los billetes, como siempre. El de abajo de todo, seguía
arrugado y tenía algo escrito con tinta roja. Nos despedimos con un abrazo.
No volví a saber nada de Lina.
Nunca más pasé por su esquina, por miedo a no sé qué. Todavía me lamento y
empiezo a extrañar sus dos aromas, que me quedaron para siempre impregnados en
el alma.
“¿Cuánto le debo, señor?” –me preguntó
la chiquilina.
Le respondí que nada, que justo
esas que ella había elegido eran gratis. Que las llevara y qué bueno que a
alguien le gustara el anís como a mí.
La nenita sonrió, sin decir nada.
Fue hasta la heladera que tengo en el fondo y sacó una botellita de limonada.
“¿Cuánto es?” - me preguntó.
Le contesté que veinte pesos.
Entonces sacó un billete de
cincuenta de adentro de la mochila, todo arrugado y descolorido y lo dejó
apoyado sobre la pila de alfajores de maicena.
Y se marchó. Alguien la esperaba
en la esquina, con un paraguas enorme.
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