domingo, 11 de mayo de 2014

EN DOS PARTIDO


EN DOS PARTIDO

 Por Alejandro Anderlic

Mi primo Tiburcio no era de la Capital como nosotros. Nació sin cabeza un sofocante febrero, dos años antes que yo, en un rincón de la Provincia de Corrientes que no figura en los mapas. En verdad, cabeza tenía, pero no la llevaba pegada al cuello como todos. En su pueblo se estaban preparando para la primera noche de Carnaval, así que nadie le debe haber dado importancia al curioso episodio. Dicen que, en ese momento, la caravana de treinta carrozas empezaba a avanzar por la peatonal, que quedaba a dos cuadras de ahí, y que la reina de la comparsa se sacudía toda mientras le refregaba en la cara las lentejuelas doradas al mulato del redoblante, que la miraba encandilado.

El ruido de la calle, ensordecedor y, ahícito nomás, el silencio -silencio- de la sala despintada del hospital, donde parece que el cuerpito movía las manos y las piernas como haciendo bicicleta, en brazos de la enfermera. Me contaron que cuando le estaban por empezar a coser el vientre a la parturienta, el doctor habría escuchado un quejido que venía del fondo de las entrañas. Aparentemente, el doctor se puso de nuevo los anteojos de marco negro grueso y, sin dudarlo, metió la mano bien adentro y sacó una pequeña pelota con ojos, nariz, oreja y boca, que chillaba y chillaba. Se la entregó a la partera, que en seguida la juntó con el resto y apoyó las dos partes sobre el regazo de la Tía. Ella las abrazó, intentando juntarlas, y respiró aliviada al notar que su niño lloraba como todos los bebés.

Mi mamá me decía siempre que, a pesar de todo, Tiburcio parecía haber tenido una infancia bastante feliz allá en el Interior. Que en su casa nadie se animaba a sacar el tema. Que cuando él les hacía preguntas a la Tía y al Tío, ellos en seguida lo invitaban a dar una vuelta a la plaza para tomar un poco de fresco y pensar en otra cosa. Me dijeron que, de chiquito, le encantaba hamacarse, remontar barriletes y comer helado de chocolate amargo. Cuando cumplió seis, nuestra abuela, que tanto lo quería –pienso que a él más que al resto de nosotros- le regaló una jaulita, que parecía de cristal, pero que en verdad era de vidrio. En esa jaulita entraba perfecto la cabeza de mi primo. La ponían ahí adentro cuando Tiburcio se iba a dormir y cuando salían de paseo. Escuché que era muy práctica y liviana y que la habría usado hasta los catorce, cuando pegó el estirón. Mi otro primo, el hermano de Tiburcio, me confesó que, algunas noches, cuando Tiburcio roncaba, él la sacaba al patio, para que no lo molestara. Hoy la jaulita está en la cocina de mi abuela y ahí guardamos los quesos duros y los salamines.

Aparentemente, Tiburcio también era un excelente deportista. Fue el segundo mejor promedio en la historia de su escuela y que ganó ocho veces la medalla al mejor compañero. En mi cole no daban medallas por eso. Mi mamá siempre se quejaba y decía que debía ser algo del Interior. Por lo demás, Tiburcio no parecía tener más preocupaciones que el resto de sus amigos. Hasta yo debia tener, a esa edad, más preocupaciones que Tiburcio. Cada vez que hablábamos por teléfono, él se esforzaba por explicarme que era normal como los normales. Mi papá siempre dice que acá vivimos con otros parámetros de normalidad. Pienso que nada cambia que tengas o no una cabeza pegada al cuerpo, mientras puedas caminar y hablar y seas relativamente feliz, como Tiburcio.

A los dieciocho, Tiburcio se quiso venir a estudiar a la Capital. Mi mamá se cansó de decir que era mejor que no parara en casa y recuerdo las discusiones entre ella y la Tía por la suerte que iría a tener Tiburcio en Buenos Aires. En eso tampoco la entendí a mi mamá.

Al final, arreglaron para que se instalara en una residencia de curas. Yo quería ir a buscarlo a la terminal el día que llegó, pero mi papá insistió en que mejor visitarlo el fin de semana, así se podia acomodar tranquilo. Lo cierto es que Tiburcio nunca había viajado solo tan lejos y yo sentía que nos necesitaba. Unos años más tarde, él me contó que se pasó todo el viaje pensando en las ganas que tenía de conocer el Obelisco.

Esa madrugada, se bajó del ómnibus en Retiro. Nadie más viajaba con él. Llevaba en una mano la valija que le habían regalado y su cabeza en la otra, colgando de los pelos. La señora del puesto de diarios lo vio caminando por el pasillo, silbando, y salió corriendo desesperada a avisar a la policía. El patrullero tardó unos diez minutos en llegar. Para entonces, Tiburcio ya se había subido al único taxi que vagaba por ahí cerca. Al cerrar la puerta, el taxista lo miró por el espejito, clavó el freno, se dio media vuelta y le pidió, temblando, que se bajara de su auto.

Tiburcio se sentó en el cordón de la vereda. Apoyó la cabeza al lado de la valija y en seguida se formó un charco de lágrimas alrededor de eso. Tomó su teléfono y marcó mi número. Yo sabía que era él. Antes de sacar el auto del garage para ir a buscarlo, pasé por una farmacia de turno y compré algunas cosas.

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