martes, 13 de mayo de 2014

LA CATEDRAL


LA CATEDRAL
por Marina de la Serna

Llegamos al linde del bosque antes del amanecer. Helaba, un frío de escarcha se nos clavaba en los huesos, y la niebla iba cubriendo todo. Faltaban unos pocos kilómetros para alcanzar la fortaleza. Si no encontrábamos problemas al cruzar el río, llegaríamos al pie de la colina pasado el mediodía. En la cima esperaba la ciudad amurallada.

La niebla empezó a despejarse. Cruzamos el río. El terreno empezó a subir, y los caballos tropezaron, agotados por el esfuerzo de haber cabalgado todo un día y una noche, con apenas un corto descanso. Decidí desmontar y hacer el último trecho a pie y solo. Mi compañero no lo entendió, pero aceptó quedarse con los caballos y esperarme junto al río. Prometí que volvería antes del anochecer.

Mientras subía iba recordando detalles, retazos que creía olvidados, conversaciones con mi padre, diálogos sueltos que alcanzarían su pleno significado sólo muchos años después. Cada piedra tiene una característica propia, un ritmo, una vida que le pertenece, me decía. Nuestra tarea es descubrirla, para darle su verdadero lugar en la construcción. Y cuando te parezca que tu trabajo ha terminado, no te dejes engañar, eso decía, y después callaba. Pero cuando le preguntaba el por qué de ese consejo, no me respondía. Sólo me miraba, enigmático.

Atravesé las murallas de la ciudad a media tarde. Caminé despacio, observándolo todo,  buscando con la mirada lo que me había llevado hasta ahí, después de tantos años, después de toda una vida. En el centro de la ciudad la encontré. Me estaba esperando, alta, orgullosa, magnífica y eterna. La catedral se erguía en busca del cielo, piedra sobre piedra, sostenida por los arcos y las columnas que mi padre había ideado y ayudado a construir. Sabía, como todos los maestros constructores, que no viviría para verla terminada, y por eso confió en mí, en que yo estaría entre quienes terminarían la obra, dirigiendo los últimos trabajos.

Antes de llegar al umbral, me detuve y miré hacia arriba, a la torre y a la alta aguja que la coronaba. Los constructores se habían esmerado, ese pináculo podía verse desde muy lejos, una brújula para orientarse entre los valles. Esperé un poco antes de entrar. Sabía y no sabía lo que encontraría en su interior. Miré hacia abajo, a mis pies cansados de polvo y viajes, respiré hondo, y entré. Temblaba por dentro, sólo para mí, nadie más lo hubiera notado.

Por dentro la catedral era aún más majestuosa, revestida de eternidad. El silencio me acompañó, caminó conmigo cada paso hasta la misma cúpula en el centro de la cruz que el edificio dibujaba en el piso. La luz era sobrenatural, transformada al atravesar los vitrales, caía en cascadas de colores donde los sentidos se perdían, donde el aire parecía líquido y gas al mismo tiempo.

Perdí el sentido del tiempo. En cada piedra encontraba y reconocía mis manos, mientras las pulían a golpe de cincel. Ésa había sido mi única tarea, bajo la dirección de mi padre. Jamás llegué a dirigir esa construcción, luego de la muerte de mi maestro constructor. Me eché a los caminos, entre la desesperación y el remordimiento, y nunca logré deshacerme del todo del peso de la tarea que no llegaría a coronar.

Ahora, la catedral me observaba. Había continuado sin mí, y sentí el reproche en esa mirada. Me di vuelta y comencé a volver sobre mis pasos,  lentos, como si arrastraran todo el peso de la construcción. Entonces lo vi. A un costado de la nave la luz entraba a chorros, vertical, sin veladuras ni colores. Un pedazo del techo se había desmoronado. Aún había trabajo que hacer.

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