Carlos Arias. Abogado panameño, tardaba más de una hora en llegar a su oficina, desde su casa en las afueras de la ciudad. El camino siempre repleto de autos por la falta de transporte público, era algo a lo que todos habían aprendido a incorporar en sus vidas. A media hora de marcha cruzaba la ciudad vieja y luego de andar pocas cuadras ya se podía divisar las torres altas del centro financiero, que contrastaban con los caseríos antiguos dónde el pirata Morgan solía emborracharse.
Las torres de vidrios oscuros y la vida a sus alrededores eran producto de un sistema de excepciones impositivas que habían traído progreso. Pero los logros del bienestar que generaba la plata que no resistía muchas preguntas, se repartía entre los menos y a pocas cuadras.
La ciudad vieja carecía de la infraestructura básica, el agua, las cloacas, el gas y sus habitantes de salud, de seguridad y educación.
La noche llegaba a la ciudad vieja para cambiar la rutina de sus habitantes. Los forasteros sabían que no podían ingresar sin correr riesgos. La droga y la prostitución eran cosa fácil y de precios atractivos. Era una inversión bursátil dónde se podía ganar mucho pero el riesgo de perder todo era importante.
Carlos no se detenía casi nunca en ciudad vieja. La excepción podía ser el mercado de pescados, pero un instante, cuándo su mujer le encargaba algún marisco fresco y exótico, para agasajar clientes o amigos que venían a su casa. La comidas las organizaba solo por la noche, durante los mediodías almorzaba en el club de mar, cerca de su oficina dónde practicaba squash. Había practicado ese deporte durante su post grado en Londres, ciudad a la que no había vuelto ya hacía muchos años. Tal vez más de diez.
El jueves doce de Julio del año 2009, Carlos partió de su casa después de haber corrido en su cinta, de haber hecho su sesenta abdominales y desayunado con su mujer, para su escritorio. Salió a las nueve menos cuarto de la mañana, de esta forma llegaría a la oficina cerca de las diez de la mañana. El tranque ese día no era importante. Era la palabra que definía en Colombia y Panamá un embotellamiento.
Al llegar a la avenida Gamboa el tranque se profundizo y prácticamente los autos quedaron detenidos por más de diez minutos. Carlos pasaba el tiempo de su viaje hablando por teléfono.
Llamaba primero a su secretaria, quien manejaba su agenda y le daba las novedades del final de la tarde anterior y los temas recientes. Ella tenía acceso a su cuenta de mail, él le había dado su contraseña, su mujer no contaba con ese privilegio. Sus socios siempre sospecharon que entre él y su secretaria existió un romance. Pero nunca nadie supo nada, ni tan siquiera el día que no llego a su escritorio, ni los días que se sucedieron después, que fueron interminables.
La radio daba cuenta de un choque en el Canal, dos barcos de gran porte habían quedado apretados cerca de la primera exclusa viniendo del Pacífico hacia el Atlántico. No daban cuenta de heridos, solo daños materiales y lo que era preocupante no daban estimaciones de tiempo para poder liberar la navegación, ya que en esa época del año, el canal recibía más de diez barcos por día.
Ese jueves llovía intensamente, los limpiaparabrisas trabajaban sin descanso, saturados de agua dulce. La visibilidad se acortaba y la marcha se hacía a paso de hombre.
Su secretaria lo llamó varias veces por una reunión que había programado con uno de los clientes más importantes del estudio, quien estaba con fondos siderales fuera de su país y quería invertirlos en ese paraíso tropical dónde los impuestos no le morderían una buena parte.
Mientras hablaba por teléfono y le indicaba a su secretaria que prestara atención a la llegada de su cliente, ya que el no estaría hasta una media hora más tarde de lo previsto, un hombre moreno, cruzó la calle corriendo y tras él, otro más joven. Esto lo sorprendió, ya que su mirada y su pensamiento estaban enfocados en una sola imagen, la recepción de su cliente por parte de su secretaría. A los pocos segundos nuevamente los dos jóvenes corriendo pero en sentido contrario. Ahí alcanzó a ver que uno de ellos portaba un arma y tal vez el otro también.
El auto que estaba delante se detuvo por completo y la luz del stop se mantenía encendida, su conductor no retiraba el pie del freno. Miró para uno de los costados y vio por primera vez a pesar de haber transitado por esa avenida infinidad de veces, la calle oscura de la ciudad vieja que se iniciaba hacia los costados sombría e infinita. Se dio cuenta de lo solo que estaba en ese lugar, de lo escuro y extraño que le resultaba el paisaje, la gente que lo habitaba. Buscó su paraguas en el asiento de atrás, ya había tomado la decisión de bajarse del auto para tratar de averiguar que estaba sucediendo.
Abrió la puerta y ya en la calle miró al conductor del auto que estaba detrás, quien trataba de decirle algo que no supo descifrar, miró las veredas sucias y pobladas de morenos desconocidos, las puertas ruinosas de las casas viejas, las calles laberínticas tapizadas con adoquines tallados por presos, volvió la mirada al conductor que estaba detrás como si fuera alguien a quien podría conocer y sintió un fuerte dolor en su espalda. Cayó al suelo, al lado de su auto.
Su celular sonaba sin cesar, al igual que los mensajes de texto y los mails que llegaban haciéndose saber con un timbre de aviso.
Nadie se bajo de su auto, a pesar de ser varios los que rodeaban el mojado Mercedes Benz de Carlos. La vida siguió su curso sin detenerse ni alterar costumbres o rutinas. Carlos sangraba tirado en el suelo. Una bala se la había alojado en su espalda. No se podía mover y de a poco fue entrando en un sueño, del que despertó después en el Hospital naval, un edificio construido por los Americanos en tiempos que explotaban el canal.
Su secretaria llegó primero con uno de los socios del estudio. Los médicos tenían que operarlo y había que decidir. Ninguno de ellos tenía una respuesta, su vida profesional estaba separada de su otra vida, como si fueran dos personas diferentes. Un mundo con dos realidades que ahora que se jugaba su suerte, la única que podía decidir era su primera y legitima esposa, la única que podría contestar la pregunta por la vida o la muerte, pero no acceder a su computadora.
Carlos quedó hemiplegico, no pudo ni puede caminar más. Su computadora la utiliza con un palito largo que acciona desde su boca apoyándolo en cada tecla. Un chofer lo lleva desde su casa todas las mañanas. Su mujer lo abandonó hace un par de años. Su secretaría se casó y se mudó a Costa Rica. En el estudio sus clientes lo consideran el más creativo al momento de tomar decisiones.
Años más tarde fue apresado el moreno que había disparado causándole la parálisis a Carlos, en una redada en la zona cercana al canal. El arma que portaba tenía el mismo calibre y munición que fue encontrado en la médula de Carlos. Cuándo lo interrogaron, no contestó las preguntas, lo dejaron solo en su celda, a oscuras, con calor y humedad. Las cárceles de Panamá no se contagiaban del progreso ni de los beneficios de un paraíso fiscal. Mantenían las tradiciones coloniales. Pasó un tiempo hasta que el reo se decidió a contar su historia, pero él hablaba otro idioma.
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