ACERO TOLEDANO
por Marina de la Serna
por Marina de la Serna
Ernesto se fue un lunes.
Me acuerdo porque yo me levanté temprano para dar clase en la facultad. Siempre
me tocaban esos horarios de cátedra que parecían diseñados por un sádico
resentido de la vida.
Cuando volví a la tarde,
el pasillo que daba a la puerta de entrada estaba vacío. Las valijas y el
carrier ya no estaban.
Cerré la puerta y respiré
hondo. El aire de la casa había cambiado. La sensación claustrofóbica que me
acompañaba hacía tiempo, había desaparecido. Sólo en ese momento comprendí que
había recuperado el control de mi vida y que era libre.
Esperé hasta el fin de
semana para ordenar y volver a tomar posesión de placares y cajones. Deseaba
que Esteban no se hubiera olvidado ni una media ni mucho menos alguna de esos
caprichos que él coleccionaba .En todos sus viajes al exterior y en cada lugar
donde estaba destinado recorría cuánta casa de antigüedades y mercado de pulgas
había, para conseguir llaves raras o antiguas.
La bronca fue dejando paso
al alivio. Yo no sabía que podía sentir tanta bronca, que una furia asesina me
llevaría a estrellar todas las botellas de Chivas y de Johnny Walker que
Esteban guardaba en el mini bar. Para las visitas y los amigos, decía, pero
bien que se las bajaba él solito cuando llegaba tarde de la Cancillería (o sea,
casi todos los días).
Después de veinte años de
matrimonio con un diplomático de carrera, había cosas que ya sabía que venían
en la letra chica. Nadie muere mocho, decía una amiga mía. Pero enterarme de un
día para el otro que en cuarenta y cinco días teníamos que estar en Shanghai, y
que Esteban se llevaba también a Valeria, su amante secretaria o secretaria
amante, para trabajar con él, fue demasiado. Lo de la amante, digo. Lo de
Shanghai ya era rutinario, y si bien al comienzo estaba buena la adrenalina de
levantar toda la casa para irse a vivir al culo del mundo, ya me hinchaba un
poco tener que cambiar de vida en un mes y medio, como cuando nos fuimos a Irán
y me tuve que acostumbrar a taparme con un pañuelo cada vez que salía a la calle si no quería terminar en cana.
Con el agregado de que esta vez, Esteban no me había consultado. Ni siquiera me
avisó, llegó un día y me dijo:
-Querida, salió la
resolución, nos vamos a Shanghai.
-¡Perdooooón!!!! A
dónde????? Y me lo decís tan campante??? ¡Si nunca me dijiste que pensabas
pedir destino!!!!- le grité.
Pero ahí no le rompí las
botellas de Chivas. Fue cuando me confirmó (porque se lo pregunté) que Valeria
viajaba también. Y recién en ese momento me di cuenta que lo que de verdad me
tenía harta era vivir haciéndome la boluda y bancarme la doble vida de mi
marido.
Está bien. El papel de la
cornuda consciente no era muy feliz, pero yo sabía que había casos peores. Como
el de Adriana, la mujer de Pérez Garmendia (que había ingresado a la carrera
con Ernesto). Después de diez años de casada y dos hijos, se enteró que el
marido era gay y tenía una historia con el jefe.
-¡A Shanghai te vas
solito, vos y esa yegua del orto!-creo que le dije cuando no encontré más
botellas para estampárselas contra el parquet.
Después, ya ni me acuerdo
que me contestó. Empezó a hacer los trámites y a embalar cajas. Yo tachaba los
días en el calendario. Esos cuarenta y cinco días, que es el plazo para
efectivizar el traslado, no se me pasaban más. Ellos dicen así: efectivizar el
traslado. Para mí cada mudanza era un tsunami que me dejaba sin aire, entre
análisis médicos, contratar a la mudadora y rezar que todo entrara en el
container y llegara intacto a destino, además de buscar dónde íbamos a vivir.
Pero al fin, Esteban se
fue.
Me tomé todo el tiempo del
mundo para reorganizar el placard. Empecé por los cajones, no se puede creer la
cantidad de cosas que se pueden meter en un cajón: bombachas, corpiños,
pañuelos, pashminas, bufandas, guantes, collares… En el último encontré una
caja de forros. Intacta. Se ve que no llegó a estrenarla, el imbécil. La tiré
bien lejos, aunque por un segundo pensé que en algún momento me podía sacar de
un apuro.
Terminé con los cajones, y
seguí con la parte de arriba del placard. Me trepé a la escalera para llegar
hasta el fondo y pasarle un trapo. Y ahí sí me llevé la sorpresa.
Toqué algo alargado y
duro. Era un poco pesado. Lo saqué con cuidado y me quedé mirando la empuñadura
y la vaina de una espada de acero, grande, pesada. “Ay, no, este tarado se
olvidó la espada”, pensé. Y enseguida se me ocurrió que tal vez no se la había
olvidado. Esa espada era lo único que quedaba de la época en que éramos felices
(o yo por lo menos creía serlo). Se la habían regalado a Ernesto cuando estuvo
destinado en España. Un diplomático de Arabia, me parece. Acero toledano
auténtico. Esas cosas que no tienen precio, o sí: seguro valía como un auto. A
mí mucho no me gustaba, no pegaba con el mobiliario y ocupaba toda la pared más
larga del departamento. Con el tiempo y las mudanzas, terminó guardada en
bauleras y placares.
-Por qué no se la habrá
regalado a la conchuda ésa – pensé. Aunque mejor, yo se la podría haber partido
por la cabeza.
Me bajé de la escalera,
fui hasta el mini bar, puse la espada sobre el sillón, me serví una copa de
vino (esas botellas estaban intactas, yo era la que tomaba vino, a Esteban no
le gustaba, aunque tuviera que tragarlo en las cenas y almuerzos de trabajo).
Me quedé mirando la espada
un rato largo. Terminé el vino y todavía no me decidía que iba a hacer con
semejante recuerdo o regalo o aún no sabía bien qué. La primera idea fue venderla (podía llegar a cambiar el auto
por un Mini Cooper), pero algo me contuvo. Una toledana. Creo que era la
primera vez que me detenía a mirarla de verdad. De repente me acordé de muchas
cosas, recuerdos, ideas, que ni sabía que tenía. La espada me hablaba de sueños
olvidados, aventuras a la hora de la siesta, películas en la tele un sábado a
la tarde, libros que contaban historias fantásticas donde las espadas siempre
tenían un nombre poderoso. Y también era testigo de la complicidad que un día
había existido entre Esteban y yo.
En los días siguientes
empecé a anotar mentalmente todas las cosas que tenía ganas de hacer y que por
seguirlo a Esteban en su vida nómade no había podido concretar (al menos
durante un plazo de tiempo que superara los seis meses). Lo único que había
logrado hacer con cierta rutina era aprender idiomas, y seguir perfeccionando
el japonés o el farsi no me entusiasmaba. Así, descubrí por casualidad un
gimnasio donde, además de las clases de Pilates y body pump, daban clases de
esgrima. Fui una vez a probar, y terminé yendo tres veces por semana (era
muchísimo más barato que la terapia y ni hablar de la catarsis que se lograba
empuñando un florete).
Pero al final me incliné
por el sable. Es más pesado y me recuerda a la toledana que ahora me mira desde
la pared del living, frente al
espejo de marco de ratán que compré en el Tigre, el día en que conocí a Pablo
mientras elegía los muebles para mi nuevo departamento.
Me parece que ha crecido tu relato. Bien Marina,
ResponderEliminarbien.