TACHAME LA DOBLE
por Marina de la Serna
Una de las cosas que
compensaban una tarde de lluvia en Mar del Plata era ver a mi papá y a mi
hermano jugar a los dados con mi tío y mi primo. No sé si hay muchos juegos de
dados, pero el único que yo conocía era la generala.
Yo no jugaba, no me
gustaba, tal vez debido a que muy pocas veces tenía suerte y perdía seguido.
Como mucho, llegaba a sacar full y ahí se agotaba toda mi suerte con el
cubilete.
Mi hermano agitaba el
cubilete durante un minuto largo, como una coctelera furiosa, para después
estamparlo contra la mesa al grito de “culo!!!” Parecía creer que la mejor
tirada era siempre la que se encontraba en el lado opuesto de cada dado.
Mi papá hacía todo lo
contrario: apenas revolvía un poco el cubilete en el aire, para apoyarlo casi
con indiferencia sobre el mantel, antes de darlo vuelta de un golpe seco y
certero.
Mi primo jugaba tranquilo,
sin hacerse mucho problema. Movía un poco el cubilete y enseguida volcaba su
contenido sobre la mesa. Mi tío hacía más o menos lo mismo. Y es que, en cuanto
a mi tío, lo más interesante no era verlo tirar, sino la manera en cómo
contemplaba y calculaba la tirada. Por todos los medios trataba de evitar la
fatídica frase “tachame la doble”. Tarde o temprano, a todos les pasaba. Había que tener una
suerte casi sobrenatural para llegar a sacar doble generala. Pero él no se
resignaba, y yo lo veía ponerse nervioso, movía hasta marearla entre los dedos,
como un prestidigitador, la lapicera con la que anotaba los puntos. No me
hubiera gustado ser esa lapicera en el momento en que, porque no le quedaba
otra, anunciaba: “bueno, me tacho la doble”.
No volví a jugar a los
dados durante muchos años. Cerca de casa había un club de barrio que milagrosamente
seguía en pie, y donde organizaban torneos de truco, ajedrez y backgammon. Con
mis amigos preferíamos el truco. Para mí era menos frustrante, era más
intuitiva para saber quién mentía y también lograba que me creyeran (o por lo
menos que dudaran), cuando la carta más alta que tenía era un ancho falso.
Así lo conocí a Marcelo, durante
un campeonato en el que nos habíamos anotado con tres amigos más, mientras caía
en mi trampa y se iba al mazo por sospechar que en mi mano aguardaba el as que
acabaría con su siete de oros. “Me debés la revancha” me dijo, y así empezó una
historia que duró unos cuantos partidos de truco, y se acabó cuando me dí
cuenta de que si yo sabía que el helado que más le gustaba a su ex era el de
vainilla, algo no funcionaba.
Después lo conocí a
Ernesto. Él no jugaba al truco,
pero no le di importancia: también hay gente a la que no le gusta el fútbol o
que no sabe andar en bicicleta. Durante unos meses caminé entre nubes,
parecíamos almas gemelas. Pero un día él no aguantó más y me confesó que estaba
enamorado de un hombre, que quería salir del clóset, y que como me tenía
confianza, yo era la primera persona a la que se lo contaba.
Volví a refugiarme en los
campeonatos de truco. Por lo menos ahí me daba cuenta si alguien me ocultaba
algo. Y mientras tanto, apareció Daniel. Jugaba mejor que yo, porque no se
dejaba engañar. Irse al mazo no era una opción, nunca retrocedía y cuanto peor
eran las cartas que tenía, más redoblaba la apuesta. Era más difícil ganarle, y
justamente eso era lo que lo hacía irresistible.
De todas maneras, yo sabía
que toda esa pasión tenía fecha de vencimiento: la alianza le relucía en la
mano cuando tiraba sobre la mesa el ancho de espadas, y yo me arrepentía del
“quiero vale cuatro” que le había lanzado segundos antes.
El día que me dijo “voy a
tener un hijo y me voy a vivir al sur”, pensé que tal vez era hora de dejar de
jugar al truco. Por lo menos por un tiempo.
Así empecé a conocer gente
de manera más convencional: en los after office donde íbamos con las chicas de
la empresa, en reuniones de cumpleaños donde me llevaban casi de colada: el
cumpleañero solía ser el amigo de una prima de una amiga.
Creo que fue en una de
esas reuniones donde nadie conoce a nadie que me crucé con Germán. Fue un
flechazo: después de media hora de charla intrascendente y un par de tragos,
nos aislamos en un rincón y la charla la dejamos para otro día.
Pasaron las semanas, que
se hicieron meses, y empecé a creer que esta vez sí mi suerte había cambiado.
Hasta que un día me acordé
de los dados y de mi tío. Fue el día en que Germán me dijo que volvía con su
ex. Incrédula, miré los dados y comprobé con desconsuelo que no tenía mucho
para elegir. Full, póker, escalera, generala y…sí, pensé, tachame la doble.
Me encantó esta historia. Sencilla, familiar, honesta. Empiezo a seguirte!
ResponderEliminar