martes, 18 de septiembre de 2012

El silencio


EL SILENCIO      Marina de la Serna

Todo empezó cuando llegué al garage a buscar el auto. Ahí comencé a sospechar que algo desentonaba, que la rutina de siempre no era la rutina de siempre. Es ese momento en que aún la conciencia no sabe, sólo la intuición nota los cambios que no tienen causa aparente. O todo el mundo se había quedado dormido (alta improbabilidad), o de repente la gente había decidido en masa no manejar e ir a trabajar en bondi o tren (altísima improbabilidad); el caso es que todos los autos estaban en sus respectivas cocheras. Supongo que esto debió inquietarme, pero la mente no está acostumbrada a lo inesperado, a lo que sale de toda lógica, y somos capaces de estar convencidos de que los dragones son sólo seres fantásticos aunque tengamos a uno incendiando una casa a dos metros de nuestras narices. Creo que apenas le presté atención.
Salí para el centro. Otra vez, las calles desiertas debieron alertarme, no sé bien de qué, pero al menos de que la rutina ya no era rutina y el mundo (o mi mundo), había cambiado. Cuando enfilé para la autopista, lo familiar me asaltó como un mal presagio. No, no es eso lo que pasó. La familiaridad se tornó ominosa, el día radiante y luminoso era como una burla, la traición de lo previsible cuando en un segundo deja de serlo.
La Lugones estaba desierta. Pero no como los domingos, cuando decimos “desierta”, pero en realidad nos cruzamos con una decena de autos. Esta vez “desierta” era eso: desierta. Mi auto era el único hasta donde llegaba la vista. Asombrada, con mil preguntas taladrándome el cerebro, desemboqué en la Illia. Esperaba que al llegar a la 9 de Julio todo volviera a la normalidad (o a algo que se le pareciera un poco). Otros autos, gente cruzando, alguien paseando un perro..un atisbo de rutina. Pero nada. La ciudad me recibió en silencio…un silencio raro, distinto de aquél que se escucha en el campo, el desierto o cualquier sitio donde no haya gente. El silbido del viento entre los edificios. Nada más. Era lo único que se escuchaba.
Doblé por Santa Fe y llegué hasta la Plaza San Martín. Ahí por fin me decidí a detenerme. Estacioné  entre un Peugeot y un Audi y me bajé. Soplaba una brisa, no hacía frío. Entonces lo escuché o más bien, lo sentí. Un silencio poderoso, irreal, la amenaza de un lugar abandonado, luego de la desaparición de quienes lo recorrían a diario.
Empecé a caminar. Crucé Santa Fe, me paré en los negocios, estaban abiertos, las luces encendidas. Pero donde mirara, no había un alma. Llegué  a las Galerías Pacífico. Las escaleras mecánicas funcionaban, por los altoparlantes sonaba la música ambiental, sólo para mí. Todos los negocios estaban abiertos, esperando a una clientela inexistente. En el patio de comidas, las mesas también desiertas. Mis pasos retumbaban en el piso, como si caminara por una catedral. El silencio comenzaba a ser amenazante, como una presencia, como si los habitantes de la ciudad hubieran dejado detrás sus recuerdos, una impronta de sus vidas atrapada en los edificios y las calles.
Volví a Florida. Papeles sueltos pasaban agitados por el viento. Caminé por Santa Fe, por la calzada donde no se veía un solo colectivo, ni un taxi, ni una moto. Sentí curiosidad y a la vez aprehensión de ir a la oficina. Si las calles parecían ocultar una amenaza, el edificio de vidrio podría resultar aún más tenebroso. Quién sabe qué presencias o fantasmas estarían esperándome.
La bandera flameaba en el mástil, pero en la puerta no se veía ni un policía.  Quién la habría izado. Aparté la pregunta, incómoda. Mejor no cuestionar demasiado a esta Buenos Aires abandonada de golpe, como un gigantesco Mary Celeste a la deriva.
En la entrada, los molinetes me frenaron. Acerqué la tarjeta magnética y pasé, como todos los días. Casi por inercia, me dirigí a mi oficina. Las puertas abiertas, las computadoras prendidas, y no se escuchaba ni un paso, ni una voz. Volví al hall principal, tomé el ascensor, paseé por cada piso. Bajé a las cocheras. Al menos aquí era normal que no hubiera nadie. Subí por otro ascensor, hacia la biblioteca. Las luces prendidas, las puertas abiertas, mis pasos amortiguados por la alfombra rosa viejo. Y entonces los ví. Más bien los sentí, paseándose entre las estanterías.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde ese primer día, quizá porque el tiempo ya no tiene medida. El edificio sigue silencioso, excepto por estas presencias, entre las que me paseo, mientras nos ignoramos mutuamente, encerrados en nuestros recuerdos, sin un futuro que nos libere de lo que fuimos.

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