EL SILENCIO Marina de la Serna
Todo empezó cuando llegué
al garage a buscar el auto. Ahí comencé a sospechar que algo desentonaba, que
la rutina de siempre no era la rutina de siempre. Es ese momento en que aún la
conciencia no sabe, sólo la intuición nota los cambios que no tienen causa
aparente. O todo el mundo se había quedado dormido (alta improbabilidad), o de
repente la gente había decidido en masa no manejar e ir a trabajar en bondi o
tren (altísima improbabilidad); el caso es que todos los autos estaban en sus
respectivas cocheras. Supongo que esto debió inquietarme, pero la mente no está
acostumbrada a lo inesperado, a lo que sale de toda lógica, y somos capaces de
estar convencidos de que los dragones son sólo seres fantásticos aunque
tengamos a uno incendiando una casa a dos metros de nuestras narices. Creo que
apenas le presté atención.
Salí para el centro. Otra
vez, las calles desiertas debieron alertarme, no sé bien de qué, pero al menos
de que la rutina ya no era rutina y el mundo (o mi mundo), había cambiado.
Cuando enfilé para la autopista, lo familiar me asaltó como un mal presagio.
No, no es eso lo que pasó. La familiaridad se tornó ominosa, el día radiante y
luminoso era como una burla, la traición de lo previsible cuando en un segundo deja
de serlo.
La Lugones estaba
desierta. Pero no como los domingos, cuando decimos “desierta”, pero en
realidad nos cruzamos con una decena de autos. Esta vez “desierta” era eso:
desierta. Mi auto era el único hasta donde llegaba la vista. Asombrada, con mil
preguntas taladrándome el cerebro, desemboqué en la Illia. Esperaba que al
llegar a la 9 de Julio todo volviera a la normalidad (o a algo que se le
pareciera un poco). Otros autos, gente cruzando, alguien paseando un perro..un
atisbo de rutina. Pero nada. La ciudad me recibió en silencio…un silencio raro,
distinto de aquél que se escucha en el campo, el desierto o cualquier sitio
donde no haya gente. El silbido del viento entre los edificios. Nada más. Era
lo único que se escuchaba.
Doblé por Santa Fe y llegué
hasta la Plaza San Martín. Ahí por fin me decidí a detenerme. Estacioné entre un Peugeot y un Audi y me bajé.
Soplaba una brisa, no hacía frío. Entonces lo escuché o más bien, lo sentí. Un
silencio poderoso, irreal, la amenaza de un lugar abandonado, luego de la
desaparición de quienes lo recorrían a diario.
Empecé a caminar. Crucé
Santa Fe, me paré en los negocios, estaban abiertos, las luces encendidas. Pero
donde mirara, no había un alma. Llegué
a las Galerías Pacífico. Las escaleras mecánicas funcionaban, por los
altoparlantes sonaba la música ambiental, sólo para mí. Todos los negocios
estaban abiertos, esperando a una clientela inexistente. En el patio de
comidas, las mesas también desiertas. Mis pasos retumbaban en el piso, como si
caminara por una catedral. El silencio comenzaba a ser amenazante, como una
presencia, como si los habitantes de la ciudad hubieran dejado detrás sus
recuerdos, una impronta de sus vidas atrapada en los edificios y las calles.
Volví a Florida. Papeles
sueltos pasaban agitados por el viento. Caminé por Santa Fe, por la calzada
donde no se veía un solo colectivo, ni un taxi, ni una moto. Sentí curiosidad y
a la vez aprehensión de ir a la oficina. Si las calles parecían ocultar una
amenaza, el edificio de vidrio podría resultar aún más tenebroso. Quién sabe
qué presencias o fantasmas estarían esperándome.
La bandera flameaba en el
mástil, pero en la puerta no se veía ni un policía. Quién la habría izado. Aparté la pregunta, incómoda. Mejor
no cuestionar demasiado a esta Buenos Aires abandonada de golpe, como un
gigantesco Mary Celeste a la deriva.
En la entrada, los
molinetes me frenaron. Acerqué la tarjeta magnética y pasé, como todos los
días. Casi por inercia, me dirigí a mi oficina. Las puertas abiertas, las
computadoras prendidas, y no se escuchaba ni un paso, ni una voz. Volví al hall
principal, tomé el ascensor, paseé por cada piso. Bajé a las cocheras. Al menos
aquí era normal que no hubiera nadie. Subí por otro ascensor, hacia la
biblioteca. Las luces prendidas, las puertas abiertas, mis pasos amortiguados
por la alfombra rosa viejo. Y entonces los ví. Más bien los sentí, paseándose
entre las estanterías.
No sé cuánto tiempo ha
pasado desde ese primer día, quizá porque el tiempo ya no tiene medida. El
edificio sigue silencioso, excepto por estas presencias, entre las que me
paseo, mientras nos ignoramos mutuamente, encerrados en nuestros recuerdos, sin
un futuro que nos libere de lo que fuimos.
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