viernes, 14 de septiembre de 2012

El ojo de Horus.

Buenos Aires, mayo de 2012.
Sol y Manuel recorrían la muestra de fotos, en silencio observaban cada una de ellas, eran muy buenas. Muchas, habían sido sacadas en el norte Argentino.
Fotos de las salinas grandes de Jujuy, imponentes. El blanco de la sal,  contrastaba con un cielo abierto y celeste, quedando plasmada en la imagen  el efecto encandilante de los salitrales, tan reconocible  para cualquiera que hubiera estado ahí.
Otras, de Punamarca sintetizaban el paisaje precordillerano en toda su magnitud, y la historia de la región estaba muy bien ilustrada con la bella foto de la antigua Iglesia de Tumbaya del siglo XVI.
Sol le comentaba a su marido con que buen criterio se habían seleccionado las fotografías que reunían los distintos paisajes de Latinoamerica.
Los contrastes entre Brasil, Bolivia, Chile y Argentina resultaban impactantes,  no solo por la diversidad  de relieves, sino por los colores que caracterizaban a cada uno de ellos.
Siguieron por los otros pabellones, hasta que entraron en el que correspondía a Perú.
Al ver la foto, Sol se puso pálida, hasta sintió un leve mareo,  que hizo que tomara de un trago toda la copa  de champagne que le habían convidado. Y en forma automática bajó sus ojos hacia su pie derecho.
Manuel  se acercó a la foto:
-      Sol…  vení,  mirá que buena esta foto ¡!! …  A quien se le ocurre fotografiar unos pies de mujer ¡!!!    Mirá  tiene tu mismo tatuaje, que casualidad ¡!! Es igual.
Y  Sol sintió que los recuerdos se volvían más que reales.



Marzo de 2009.

Sol Villamil  arribaba a la ciudad de Cuzco para asistir como expositora invitada a una conferencia sobre  arte precolombino.
Le había costado  viajar  y dejar a sus dos hijos al cuidado de  su marido.
 Se  preguntaba si él iba a poder  organizarse  con todas las tareas de la casa,  y las actividades extracurriculares de los chico .
 Y ¿ si alguno se enfermaba ? , ¿ se daría cuenta si tenían fiebre ?; ¿ los llevaría todas las noches a comer a  Mc  Donalds ?, esperaba que Manuel cumpliera con su palabra.
 Había prometido  postergar  todas las reuniones de trabajo para volver temprano a casa  mientras Sol estuviera  afuera .  Igual estaba Rosa, que se encargaría  que los chicos cumplieran con todas sus rutinas, sin que su ausencia los afectara demasiado.
Era la primera vez que viajaba sola por trabajo y había cumplido 40 años el día anterior.
  En eso estaba pensando  cuando vio el cartel en el aeropuerto  con su nombre, apurada, haciendo volar la valija, corrió  hacia  el hombre que lo sostenía  y cuando él lo bajó, lo vio por primera vez.
César  escondía su cara detrás del cartelito. Los hoyuelos, su sonrisa  y el pelo rubio largo y atado en un rodete  le daban un aspecto de adolescente  hippie que  la divirtió y sorprendió   al mismo tiempo.
Inmediatamente se presentó, tomó la valija de ella y la llevó hasta el auto que había dejado estacionado  a metros de ahí.
Cuando la dejó  en el hotel ,  le explicó cómo llegar al lugar donde se haría la conferencia, y con un beso en la mejilla se despidió  diciendo :   “nos vemos mañana”.
La conferencia fue todo un éxito de asistentes, en la cena de cierre, César, que era fotógrafo y formaba parte del comité organizador,  se sentó en la mesa junto a ella.
Los días anteriores,  se habían visto sólo de lejos y habían cruzado  miradas y sonrisas sin mucho sentido.
Después de la comida, César se ofreció a llevarla y  tanto conversaron durante el viaje,  que  ella le propuso para no cortar la charla,   tomar algo  en el lobby del  Hotel, lo único abierto  a esa hora de la madrugada.
  Pidieron   pisco sour  para los dos, una bebida típica peruana que tenía  clara de huevo, jugo de limón, jarabe de goma y por supuesto, pisco peruano. Sol no acostumbraba a tomar,  así que al tercer pisco se sentía entre alegre y desinhibida, tanto, que no paraba de hablar y no quería que César se fuera.
 Él le contó que   tenía 30 años, era soltero y  su mayor pasión era la fotografía,  lo que lo había  llevado   primero  a vivir cinco años en   Europa  y   luego,  a   recorrer  Bolivia, Chile, Paraguay y Brasil ;  ella  habló   de su licenciatura en Historia del Arte y del trabajo que hacía en el Museo  Metropolitano, altamente gratificante porque le permitía participar en muchas actividades como ésta.
Más tarde,  todo  fue   inevitable.   César la acompañó  hasta la habitación, Sol recordaba  la imagen de  él   desabrochándole,  uno a uno,  los botones de su camisa blanca  sin decir  palabra, solo contemplándola, lo que había provocado en ella una ansiedad inusitada  por besarlo.
Fueron cinco días y noches maravillosos, hicieron el camino del Inca juntos y él le fue contando todos los secretos y anécdotas típicas,  que sólo los lugareños conocen.
 El paisaje selvático, los distintos tonos de verde, el cielo claro y despejado, la  altura y hasta el tiempo, húmedo,  y frio por las noches  sorprendían a Sol. 
El barro,   transitar por los distintos  campamentos, las ruinas, lo majestuoso del lugar   y la llegada a la  Puerta del Sol hacían pensar  que todo se trataba de un hermoso y emocionante  sueño.
Él  no dejaba de fotografiarla, y Sol jugaba a ser modelo por unos días. La diferencia de edad no se notaba, ella era muy  delgada,  llevaba   el pelo lacio y castaño claro   atado en una cola de caballo, que él constantemente se encargaba de soltar y despeinar.
César era indomable  y tenía la   fuerza, la  transparencia  y la  inconsciencia propias  de su edad.
Durante esos días que pasaron juntos  solo se disfrutaron, sin proyectar.   Mantenían  un tácito pacto de no hablar,  ni de la vida de Sol en la Argentina,  ni del futuro, que entre ellos no existiría.  Habían decidido dejarse llevar por sus sensaciones,  en ese lugar y momento   en el que el  destino los había hecho coincidir.
La última tarde,   antes de que se fuera,   la llevó  de sorpresa a  la casa de  un  tatuador amigo  y le propuso que los dos se hicieran un mismo tatuaje para recordarse.
Sol no quería, y mientras lo besaba le decía que  no necesitaba  tatuarse  para no olvidarlo.
 Sin embargo, finalmente  accedió y entre los dos eligieron  al ojo de Horus para grabarlo  en sus pies derechos.
El ojo de Horus, símbolo del estado perfecto para los egipcios, les haría recordar siempre ese tiempo mágico que pasaron  juntos.
Se despidieron con un beso, sin llantos ni tristezas.  Prometieron encontrarse nuevamente en Machu Pichu,  en algún momento de esta vida o de otra. No se pidieron teléfonos ni direcciones,  no sumaban ni restaban nada.
Y ahora Sol, después de tres años,   se encontraba en Buenos Aires   frente a la foto que César había sacado de sus pies la última noche  en Cuzco.
 Cuando volvió a mirar a su marido, Manuel  estaba contemplando  la foto,  y la fecha en la que el fotógrafo la había tomado, solo indicaba el año, 2009.
Durante unos instantes, que parecieron horas, permaneció  callado, observando estático  la imagen del pie y el tatuaje. Sol,  sólo podía percibir  en él  cierta tensión en los músculos de su cara.
   En un momento sus miradas se encontraron,  Manuel   tomó la mano de su mujer y le dijo: -  hace frío y es tarde, volvamos a casa.
Sol  asintió con la cabeza, y  apretó fuerte su mano. – Si,  vamos, los chicos deben estar esperando los chocolates que les prometimos.
Ale Arancet.

 

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