El ojo de Horus.
Buenos Aires, mayo de 2012.
Sol y Manuel recorrían la muestra de fotos, en silencio observaban cada una de ellas, eran muy buenas. Muchas, habían sido sacadas en el norte Argentino.
Fotos de las salinas grandes de Jujuy, imponentes. El blanco de la sal, contrastaba con un cielo abierto y celeste, quedando plasmada en la imagen el efecto encandilante de los salitrales, tan reconocible para cualquiera que hubiera estado ahí.
Otras, de Punamarca sintetizaban el paisaje precordillerano en toda su magnitud, y la historia de la región estaba muy bien ilustrada con la bella foto de la antigua Iglesia de Tumbaya del siglo XVI.
Sol le comentaba a su marido con que buen criterio se habían seleccionado las fotografías que reunían los distintos paisajes de Latinoamerica.
Los contrastes entre Brasil, Bolivia, Chile y Argentina resultaban impactantes, no solo por la diversidad de relieves, sino por los colores que caracterizaban a cada uno de ellos.
Siguieron por los otros pabellones, hasta que entraron en el que correspondía a Perú.
Al ver la foto, Sol se puso pálida, hasta sintió un leve mareo, que hizo que tomara de un trago toda la copa de champagne que le habían convidado. Y en forma automática bajó sus ojos hacia su pie derecho.
Manuel se acercó a la foto:
- Sol… vení, mirá que buena esta foto ¡!! … A quien se le ocurre fotografiar unos pies de mujer ¡!!! Mirá tiene tu mismo tatuaje, que casualidad ¡!! Es igual.
Y Sol sintió que los recuerdos se volvían más que reales.
Marzo de 2009.
Sol Villamil arribaba a la ciudad de Cuzco para asistir como expositora invitada a una conferencia sobre arte precolombino.
Le había costado viajar y dejar a sus dos hijos al cuidado de su marido.
Se preguntaba si él iba a poder organizarse con todas las tareas de la casa, y las actividades extracurriculares de los chico .
Y ¿ si alguno se enfermaba ? , ¿ se daría cuenta si tenían fiebre ?; ¿ los llevaría todas las noches a comer a Mc Donalds ?, esperaba que Manuel cumpliera con su palabra.
Había prometido postergar todas las reuniones de trabajo para volver temprano a casa mientras Sol estuviera afuera . Igual estaba Rosa, que se encargaría que los chicos cumplieran con todas sus rutinas, sin que su ausencia los afectara demasiado.
Era la primera vez que viajaba sola por trabajo y había cumplido 40 años el día anterior.
En eso estaba pensando cuando vio el cartel en el aeropuerto con su nombre, apurada, haciendo volar la valija, corrió hacia el hombre que lo sostenía y cuando él lo bajó, lo vio por primera vez.
César escondía su cara detrás del cartelito. Los hoyuelos, su sonrisa y el pelo rubio largo y atado en un rodete le daban un aspecto de adolescente hippie que la divirtió y sorprendió al mismo tiempo.
Inmediatamente se presentó, tomó la valija de ella y la llevó hasta el auto que había dejado estacionado a metros de ahí.
Cuando la dejó en el hotel , le explicó cómo llegar al lugar donde se haría la conferencia, y con un beso en la mejilla se despidió diciendo : “nos vemos mañana”.
La conferencia fue todo un éxito de asistentes, en la cena de cierre, César, que era fotógrafo y formaba parte del comité organizador, se sentó en la mesa junto a ella.
Los días anteriores, se habían visto sólo de lejos y habían cruzado miradas y sonrisas sin mucho sentido.
Después de la comida, César se ofreció a llevarla y tanto conversaron durante el viaje, que ella le propuso para no cortar la charla, tomar algo en el lobby del Hotel, lo único abierto a esa hora de la madrugada.
Pidieron pisco sour para los dos, una bebida típica peruana que tenía clara de huevo, jugo de limón, jarabe de goma y por supuesto, pisco peruano. Sol no acostumbraba a tomar, así que al tercer pisco se sentía entre alegre y desinhibida, tanto, que no paraba de hablar y no quería que César se fuera.
Él le contó que tenía 30 años, era soltero y su mayor pasión era la fotografía, lo que lo había llevado primero a vivir cinco años en Europa y luego, a recorrer Bolivia, Chile, Paraguay y Brasil ; ella habló de su licenciatura en Historia del Arte y del trabajo que hacía en el Museo Metropolitano, altamente gratificante porque le permitía participar en muchas actividades como ésta.
Más tarde, todo fue inevitable. César la acompañó hasta la habitación, Sol recordaba la imagen de él desabrochándole, uno a uno, los botones de su camisa blanca sin decir palabra, solo contemplándola, lo que había provocado en ella una ansiedad inusitada por besarlo.
Fueron cinco días y noches maravillosos, hicieron el camino del Inca juntos y él le fue contando todos los secretos y anécdotas típicas, que sólo los lugareños conocen.
El paisaje selvático, los distintos tonos de verde, el cielo claro y despejado, la altura y hasta el tiempo, húmedo, y frio por las noches sorprendían a Sol.
El barro, transitar por los distintos campamentos, las ruinas, lo majestuoso del lugar y la llegada a la Puerta del Sol hacían pensar que todo se trataba de un hermoso y emocionante sueño.
Él no dejaba de fotografiarla, y Sol jugaba a ser modelo por unos días. La diferencia de edad no se notaba, ella era muy delgada, llevaba el pelo lacio y castaño claro atado en una cola de caballo, que él constantemente se encargaba de soltar y despeinar.
César era indomable y tenía la fuerza, la transparencia y la inconsciencia propias de su edad.
Durante esos días que pasaron juntos solo se disfrutaron, sin proyectar. Mantenían un tácito pacto de no hablar, ni de la vida de Sol en la Argentina, ni del futuro, que entre ellos no existiría. Habían decidido dejarse llevar por sus sensaciones, en ese lugar y momento en el que el destino los había hecho coincidir.
La última tarde, antes de que se fuera, la llevó de sorpresa a la casa de un tatuador amigo y le propuso que los dos se hicieran un mismo tatuaje para recordarse.
Sol no quería, y mientras lo besaba le decía que no necesitaba tatuarse para no olvidarlo.
Sin embargo, finalmente accedió y entre los dos eligieron al ojo de Horus para grabarlo en sus pies derechos.
El ojo de Horus, símbolo del estado perfecto para los egipcios, les haría recordar siempre ese tiempo mágico que pasaron juntos.
Se despidieron con un beso, sin llantos ni tristezas. Prometieron encontrarse nuevamente en Machu Pichu, en algún momento de esta vida o de otra. No se pidieron teléfonos ni direcciones, no sumaban ni restaban nada.
…
Y ahora Sol, después de tres años, se encontraba en Buenos Aires frente a la foto que César había sacado de sus pies la última noche en Cuzco.
Cuando volvió a mirar a su marido, Manuel estaba contemplando la foto, y la fecha en la que el fotógrafo la había tomado, solo indicaba el año, 2009.
Durante unos instantes, que parecieron horas, permaneció callado, observando estático la imagen del pie y el tatuaje. Sol, sólo podía percibir en él cierta tensión en los músculos de su cara.
En un momento sus miradas se encontraron, Manuel tomó la mano de su mujer y le dijo: - hace frío y es tarde, volvamos a casa.
Sol asintió con la cabeza, y apretó fuerte su mano. – Si, vamos, los chicos deben estar esperando los chocolates que les prometimos.
Ale Arancet.
No hay comentarios:
Publicar un comentario