EL ASTRAKÁN
Por Alejandro Anderlic
La tarde deprimente del domingo de marzo se volvió de golpe más deprimente para Reina. Lo encontró su hermana Tita en una bolsa de plástico negro, en el fondo del ropero. Era el tapado que se ponía su madre todos los sábados para ir a comer afuera. Y para los casamientos, los cumpleaños y los velorios. Estaba casi igual a como se veía en las fotos. O como Reina lo recordaba. Tenía un olor asqueroso a naftalina, que lo hacía tremendamente repulsivo. Típico olor a tapado de vieja.
La bolsa apareció justo durante la desagradable discusión entre Tita y Reina y fue lo que, por suerte, logró calmarlas un poco. Era la segunda vez en la vida que se trenzaban tan fuerte. La primera, había sido tres años atrás y sólo cuando perdieron a su madre empezaron a hablarse de nuevo. Esta última vez, parece que fue por dinero.
Hacía ahora casi un año que la abuela de Laly se había muerto. Hasta hoy, Reina nunca había vuelto a pisar la casa. No quería. Tenía una negación con el lugar y lo que había quedado adentro. Aunque vivía con su marido y con Laly en ese mismo barrio, cada vez que Reina llegaba a la cuadra anterior, se desviaba y tomaba por otra calle para no pasar por la puerta. Hasta dejó de comprar en la panadería de al lado y empezó a ir a la del boulevard, aunque quedara más lejos y las medialunas de grasa no fueran tan ricas.
Luego de cientos de visitas y ninguna oferta, la casa por fin se había vendido y ahora había que hacerse cargo de las cosas de la abuela. Tita había llegado más temprano para abrir las ventanas y hurgar por los rincones. Tal vez pudiera ventilar un poco y hacer que entrara algo de luz para cuando Reina y su hija llegaran. Pensó, entre otras cosas, que así el momento sería más soportable. Pero eso era imposible con el olor a encierro y la humedad impregnada en el ambiente. En un rato, iban a dejar la casa totalmente vacía. De hecho, los portalámparas ya estaban vacíos. Sólo en el dormitorio quedaba una bombita de cuarenta y cinco.
Eran las seis de la tarde y el camión de la empresa que por dos monedas se compró casi todos los muebles estaba terminando de cargar la última silla.
- “Mamá, ¿cuánto falta? Estoy aburrida”.
- “Laly, por favor, aguantá un poquitito más. ¿Te crees que a mí me divierte hacer esto?”
- “No sé, mamá. Dale, apúrense por favor, quiero ir al shopping…”
- “En un rato vamos, hija, sin falta. Y así te compro lo que me pediste. Te lo prometo. ¿Me querés mucho, no?”
A Reina le estaba pesando como nunca haber sido siempre la preferida de mamá. La menor y la más linda por fuera. La que se casó bien y pudo hacer malabares para que creciera la fábrica de pastas de la familia sin descuidar a la casa ni a los suyos. Tita se había ganado su lugar a los golpes. Un lugar muy chiquito y siempre ella sola.
- “Hicimos bien. Menos mal que se llevaron casi todo. Es poca plata pero yo no quiero nada. No la necesito. Mejor quedátelo vos, Tita”.
Tita no la contradijo. Sin duda, ella necesitaba esos pesos mucho más que su hermana.
Los ojos de Reina se humedecieron con lágrimas de culpa espesa. A fin de cuentas había sido ella la que, en medio de aquella gresca espantosa, se puso firme e insistió en mandar a su madre a la residencia para adultos. A ese geriátrico de mierda donde la vieja se terminó muriendo de pena. De muerte natural.
Mientras acomodaban en las cajas las copas del juego bueno que se iban a repartir a medias, Tita seguía preguntándose en qué lugar podría haber dejado su madre los ahorros familiares de los que le habló una vez. Una sola vez, cuando ya estaba medio arteriosclerótica. Nunca le contó nada a su hermana y parece que la madre nunca se lo debe haber dicho a Reina, pues ya estaban distanciadas. Si era cierto, con esa plata Tita podría darse un buen gusto cada día de vida que le quedara. Pero a esta altura, se dio cuenta de que sería sólo una fantasía de su madre. Y, con los días, se fue sacando la idea de la cabeza.
Ya estaban por terminar. Se repartieron los manteles de lino, las fotos y algo de ropa. El tapado de astrakán seguía tirado sobre una silla. Las dos lo miraban y ninguna decía nada. Pero Reina se animó:
- “Yo no lo quiero, Tita. Me parece que es un poco chico para mí. Por qué no te lo quedás vos?”
- “Nunca me gustó el astrakán”, se defendió Tita. “Y ya nadie los usa. Además, no creo que podamos sacarle la baranda que tiene. Ni mandándolo a lo del japonés”.
- “Y bueno… Démoslo a la iglesia. Alguien lo va a poder aprovechar. Si querés lo dejo el domingo que viene”, dijo Reina.
- “Mamá. A mí me gusta”, las sorprendió Laly. “No para mí. Para hacerles vestidos a mis muñecas. Puede estar bueno. Y lo puedo teñir de colores y el olor seguro que se va si les pongo alguno de tus perfumes”.
Las hermanas se miraron a los ojos como buscando mutua aprobación. Les pareció un buen modo de deshacerse del tapado de astrakán. En realidad, cualquier pretexto les iba a sonar perfecto, incluso ese. Entonces el astrakán negro fue todo de Laly, quien lo abrazó en sus manos.
- “¡Cómo pesa, tía!”
- “Sí, pesa mucho. Los tapados de astrakán suelen ser muy pesados. Por eso tampoco me gustan, nena. Parece que estuvieras caminando con una tonelada de piedras encima.”
Cerraron la puerta de calle por última vez. Cada una cargó un par de cajas y Laly arrastró la bolsa negra hasta el auto. Dejaron a Tita en la puerta de su casa y partieron para el Abasto.
Llegaron bastante tarde a casa y el papá de Laly todavía no había vuelto del negocio. Reina puso a hervir unos fideos y Laly fue para su cuarto, sacó el tapado de la bolsa y le pidió a su madre una tijera bien filosa para hacer los vestidos.
Empezó a cortarlo en cuadrados de unos treinta por treinta. La piel era muy dura y a Laly le costaba mucho. En uno de los bolsillos de afuera, la tijera quedó clavada en la lana y se frenó en seco. Laly pensó que se había trabado por el forro del tapado. Metió la mano en el bolsillo y se encontró con un sobre de papel madera doblado en dos, medio atorado. Tenía dos banditas elásticas alrededor. Lo abrió y salió corriendo para la cocina.
- “Mamá, ¿qué son estas monedas grandotas?”
Hacía tiempo que Reina no tenía un mejicano de oro en sus manos. Dentro del paquete había cincuenta iguales. Y otros cincuenta y uno en el bolsillo derecho.
- “Son unas monedas que valen mucha plata, mi amor”, le dijo Reina con mucha calma. “Y son tuyas. Te las regalo. Vas a poder comprarte muchas cosas lindas, te lo prometo. Pero vos prometeme que siempre me vas a cuidar y no me vas a dejar abandonada. Vos me querés mucho, ¿no, hijita?”
bueniiiiiiiissssisisisisisisisisisimoooooooooo
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