AJUSTICIADOS
Por Alejandro Anderlic
Pasé los veinte minutos que duró el viaje en subte mirando fijo a la palanca roja del freno de emergencia. Sin hacer nada más. Quería llegar ya y olvidarme de todo. El saco empapado y el nudo de la corbata me estaban asfixiando. Tambaleaba en cámara lenta flotando en el vaho, colgado como podía del caño de metal. Apelmazado en medio de un ejército de ganado maloliente. Me bajé en Agüero y caminé de memoria las dos cuadras hasta mi casa. No toqué timbre y subí por la escalera (era sólo un piso).
No paraba de hacer arcadas y llegué como pude hasta el baño. Levanté la tabla del inodoro y empecé a vomitar. Chorros de tinta negra y bollos de papel oficio. Durante más de media hora. Una rarísima mezcla de asco y destino. De impotencia y decepción.
Me arrastré hasta mi cuarto y prendí el aire. Me tiré en la cama vestido. Sólo alcancé a sacarme el reloj y apoyarlo en la mesa de luz. Apenas eran las siete de la tarde. Apagué la luz y no me acuerdo de nada más, hasta que desperté muy tarde al día siguiente.
La mañana anterior, había saltado de la cama a las cinco y media, antes de que sonara el despertador, y me puse a hacer abdominales al costado de la cama. Ese día iba a hacer mi debut en el estudio del Dr. Aguilera. Pasé como media hora abajo de la ducha, silbando y pensando. Pensando en que por fin iba a aprender a ser abogado y a acumular experiencia. Eso que no nos enseñan en la facultad y que –hoy no entiendo por qué- nos desesperamos por querer mamar antes de recibirnos. Creo que ese día no desayuné.
Siempre fui a la facultad en el turno mañana. Entre las tres opciones, me parecía la más cómoda. Tenía la tarde libre para trabajar unas horas y el resto del día para vivir la otra vida. Hasta el año anterior, me había costeado los estudios dando clases de inglés en un colegio primario. Disfruté muchísimo de ese tiempo, pero renuncié convencido de estar preparado para algo mejor.
Después del baño me puse el traje oscuro que sólo había usado una vez algunos meses atrás para el casamiento de mi primo. La camisa blanca estaba impecable y dura de apresto y mamá me había dejado en el placard los zapatos negros recién lustrados. Corbata le saqué a papá, que tenía un montón. También le usé un poco de su colonia de lavanda.
La primera mañana de sexto año en la facultad se me pasó volando y la tengo borrada de la memoria, como tantas otras. En realidad, tendría la cabeza en otro lado. Sólo me quedó grabado lo que pasó a la tarde y ya de eso hace más de veinte años.
Llegué a mi nuevo trabajo después del mediodía. Era un piso en la esquina de Córdoba y Libertad. No lo conocía personalmente a Aguilera; sólo había hablado un par de veces por teléfono con él. Tampoco conocía a los otros dos abogados.
Atravesé el hall principal y caminé por una larga e impecable alfombra roja. Sentía que alguien me iba escoltando y hasta me pareció escuchar que sonaba una trompeta. El ascensor llegó a la planta baja y en seguida me llevó hasta el tercero.
La puerta del departamento estaba abierta. Desde el fondo, una voz me invitó a pasar. Atravesé un pasillo angosto, tapizado de libros verdes y azules. Pasé por una cocina donde alguien acababa de almorzar y llegué hasta un despacho enorme. Todo revestido de madera, con un escritorio de caoba y vidrio, con la típica lámpara de bronce con la figura de un caballo y, al lado, la previsible balanza de la justicia. Había mucho olor a Blem.
Aguilera me cayó bien. Parecía una persona muy agradable y educada. Se presentó y me presentó a sus colegas. Conversamos un rato los cuatro. Les conté de mis sueños leguleyos y les agradecí por anticipado por todo lo que iban a hacer por mí.
Me mostraron mi escritorio. Era chico pero alegre. Tenía vista abierta a la plaza y la computadora estaba recién comprada. Abrí mi maletín, el que me habían regalado para el último cumpleaños y desensillé mis códigos. Los ubiqué en fila sobre la repisa, primero el Civil, el de Comercio en el medio y luego el Penal. También acomodé un par de novelas y tres o cuatro revistas no jurídicas. Después me senté a esperar que me asignaran mi primera tarea.
De golpe noto que se acerca uno de los colegas de Aguilera. Con una particular sonrisa, no sé, rara, me preguntó si alguna vez había hecho un embargo. Le dije que sólo había escuchado esa palabra cuando cursaba Procesal y la sonrisa se le hizo más grande. Entonces me palmeó la espalda y me ofreció acompañarlo. Intuí que por fin iba a vivir la realidad del Derecho y yo también le sonreí.
Subimos a su auto y me contó que íbamos para el lado de Almagro. El viaje fue, ya de entrada, demasiado incómodo. No prendió la radio y apenas emitió un par de monosílabos. Más o menos después de cinco minutos, me dijo que sacara los papeles que había en su portafolio, para que yo los pudiera ir leyendo hasta llegar, así iba aprendiendo. Me encontré con un listado de muebles, algo así como un inventario. También había un contrato de préstamo. De mutuo, decía en realidad en el documento. Era corto y traté de entenderlo rápidamente. Al final había copia de un pagaré vencido, firmado por un tal Sergio Meza. Traté de sacar conclusiones en silencio y me pregunté si Meza sería realmente culpable o inocente. Preferí no anticiparme y esperar.
La espera no fue tan larga porque no había demasiado tránsito. El colega de Aguilera estacionó y caminamos hasta el edificio de la esquina, donde nos esperaba un hombre al que él saludó cordialmente y llamó “el oficial”.
Tocamos el timbre. Dos o tres veces. De adentro, se escuchaba un bebé llorando y un televisor encendido. La última vez que golpeamos, finalmente nos abrió una mujer. De cara, se parecía mucho a una tía mía. Reconoció ser la esposa de Meza y nos dejó pasar. Era un departamento de dos ambientes, con la pintura toda descascarada y con muy poca luz, porque era interno. El bebé seguía llorando. Estaba parado, agarrado a los barrotes de un corralito, con la cara empastada de lágrimas y de moco.
El abogado le dijo a la mujer que ya habían conseguido la orden para hacer el embargo. Ella rogó que esperáramos a que viniera su marido y que por favor no nos lleváramos nada. Ante nuestro silencio, se puso de rodillas y nos imploró que les tuviéramos paciencia, que Sergio se había quedado sin trabajo y que ya pronto iban a pagarle a nuestro cliente todo lo que le debían. El abogado parecía ignorarla y no levantaba la vista de sus papeles. Entonces ella me miró con ojos deseperados, me abrazó y se largó a llorar muy fuerte. Casi tan fuerte como el bebé en el corralito. De fondo, se escuchaba algo en la tele. Yo también la abracé. Mientras , el abogado iba eligiendo: el equipo de música, el ventilador, el televisor.
Nos alejamos con las manos ocupadas y sin mirar para atrás. La mujer y el bebé seguían llorando. De ahí nos fuimos a lo de nuestro cliente a contarle el éxito del procedimiento. El abogado lo pintó como un éxito “relativo” porque no alcanzamos a cubrir toda la deuda con los intereses. Igual el cliente parecía satisfecho y sólo nos preguntó por el resto de las ejecuciones que teníamos encomendadas. Estuve a punto de abrir la boca, pero elegí morderme los dientes. En todo caso, yo estaba ahí para aprender y, por lo visto, se había hecho justicia. Se le había dado a cada uno lo suyo, como nos enseñaron en la facultad. Parece que habíamos ganado el caso.
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