sábado, 15 de septiembre de 2012

Ella




Gladys irrumpió así de repente, sin que la llamara, sin pedir permiso, se metió como quien entra en un ascensor dos segundos antes que la puerta automática cierre, apurada y a presión, como si lo único importante en la vida fuera no perder ese ascensor.
Fue una tarde, no perdón un mediodía, yo salí durante mi hora de almuerzo, iba caminando apurada por la vereda del microcentro. Hacia frío y estaba comenzando a llover;  de repente sentí algo muy intenso que se apoderaba de mí, y que no puedo explicar. Solo decir que en ese instante que ella estaba entrando dentro de mí: sentí que Gladys acababa de instalarse.  
Se llamaba así Gladys, así de feo como se lee con “y”, así de feo como suena el nombre, de mujer fea y perversa. Fundamentalmente eso: perversa.
Y no fue miedo exactamente lo que sentí, ni siquiera que estaba enloqueciendo. Fue una sensación rara. Una mezcla de desazón y alegría; de inseguridad y certeza; de pánico y tranquilidad.
Los primeros días fueron difíciles hasta que la convivencia se fue haciendo rutina.
Mis amigos no me aguantaban. Me decían que me veían cambiada, intolerante, irascible, agresiva. Yo no podía explicarles de la existencia de Gladys. Quien me creería? Pero no era yo, era ella quien en ese momento tomaba las decisiones.
Era altanera, soberbia, engreída, desprolija, desinhibida, descontrolada, segurísima de ella misma (o…de mí?)
En el fondo, creo que un poco me gustaba su presencia. Ella se animaba a decir lo que yo no. Ella podía mandar a la mierda a alguien que me tratara mal. Ella miraba para abajo o se hacía la dormida cuando subía un viejo al colectivo y pretendía el asiento. Se colaba en la cola del banco. Mentía sin ponerse colorada. Insultaba en jeringoso al  chino de la vuelta cuando se quedaba con cinco centavos. Le robaba el diario de la mañana a la vecina de enfrente. Sedujo o intento seducir a los novios y maridos de las pocas amigas que todavía me quedaban. Salía a la calle vestida como mas le gustaba, sin importar el que dirán y mucho menos la edad. Se reía descontroladamente en los velorios. Decía a mis amigas las realidades que no estaban dispuestas a escuchar y que yo no me animaba a decir. Dejaba todo tirado, desordenado. Dormía poco y nada. Salía todas las noches y faltaba seguido al trabajo aduciendo dolores de cabeza.
La convivencia no era fácil. Sentía que me estaba volviendo loca, o quizá me estaba volviendo loca.

Habían pasado demasiados meses y un buen día decidí -a esta altura no sé si fue Gladys o yo la que lo decidió- que la cosa no podía seguir así; teníamos que terminar con esto que me estaba dejando sin amigos, sin trabajo, sin vecinos, sin poder tomar una decisión, ya que jamás lograba ponerme de acuerdo conmigo misma.
Un domingo desperté con la firme convicción de terminar, pero también con una acidez que casi no me daba respiro. Tenía un dragón en la boca de mi estómago. Podía ser resaca, quien sabe. La noche anterior se le había antojado una botella de cabernet y en seguida una de malbec y ahora yo: fuego.
A media tarde dudé de si esto era resaca o eran disturbios internos, ya que nada calmaba mi estado, ni el físico ni el emocional.
Hasta que en un momento, regresando de vayaasaberdonde a casa, sentí un pinchazo profundo y eterno en la boca del estómago y de repente un hilo de sangre oscura y viscosa corrió por la comisura de mis labios.

Fue raro, pero en ese preciso instante me relajé y era solamente una.

 Solange Carricart

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