miércoles, 12 de septiembre de 2012

Prub dis - Solange Carricart
Dejar mi ciudad natal no fue fácil. Aunque lo que más deseaba era vivir y triunfar en Buenos Aires, el miedo a lo desconocido me asaltaba. Pero lo hice. Con veintitrés años recién cumplidos me tomé un tren en la terminal de Mar del Plata, con una pequeña valija marrón caca sostenida firmemente por mi mano derecha y la guitarra colgada del hombro izquierdo. Ah! Y el walkman. Nada más. Llegué a Constitución sola, una tarde de abril allá por el dos mil y pico. Nadie había ido a buscarme. Tenía las llaves del departamento de los padres de una amiga, que me lo alquilarían por pocos pesos. Al bajar del tren, seguí la manada, eso me habían dicho que haga y que ponga cara de “porteña” y eso simulé.  Tenía algunos pesos para tomarme un taxi, “por ser el primer día” me dije y por fin llegué a mi nuevo hogar en la zona del zoológico.
Al día siguiente decidí salir a conocer el barrio. Caminé y caminé varias horas por la Avenida Santa Fe cuando de pronto me crucé con un cartel pegado en una vidriera que decía: “se busca vendedora”. Nunca había vendido nada en mi vida, pero necesitaba trabajar y no-creía- en –las-casualidades. Di varias vueltas a la manzana hasta que me animé y entré.
Era una casa de venta de ropa de cuero, muy elegante y ambientada para el turismo. Las vendedoras, cuatro, eran flacas, perfectamente maquilladas, de minifaldas infartantes,  y tacos a los que yo, ni en sueños hubiese podido subirme. Le dije a la que estaba detrás del mostrador que iba por el aviso, me miró poco disimulada de arriba abajo y me alcanzó un cuaderno mientras me decía: “pone acá tus datos, así te llaman de personal” (por esos años no se hablaba de “recursos humanos”).
A los dos días sonó el teléfono en casa y un tal Edgardo, se presentó como el supervisor de la empresa. Me dio una entrevista para el lunes siguiente en la misma sucursal a las dos de la tarde.
Cuando colgué el teléfono caí en la cuenta que no tenía ropa, muchos menos esos tacos y que la única vez que me había maquillado como ellas fue para la fiesta de egresados de quinto año!. “La fiesta de egresados”!, sí! Perfecto!. Recordé que tenía los taquitos de dos centímetros que había usado ese día! Tema zapatos: resuelto.  Para aprender a pintarme, tomé una cita con unas de esas perfumerías que te enseñan a maquillar para venderte algo y a quienes convencí que serían una perfecta clienta. Obviamente no compré nada pero aprendí como esconder mis granos, mis ojeras y mis ojos tristes, con lo poco que tendría en casa.
De repente recordé que, cuando llegué al departamento, había una  bolsa que la madre de mi amiga me había dicho era para darle a algún pobre cuando tocara el timbre. La abrí y, además de zapatos y un pijama viejo de hombre, encontré un conjunto de lana de remerón  y pollera  beige con cisnes estampados en celeste. Me desvestí y me lo probé para ver si algo se podía hacer.  La parte de arriba tenía unas hombreras enormes y me quedaba muy apretada, por lo que deslucía aún más a mis pequeñas tetitas. La pollera era ajustada hasta dos centímetros debajo de la cola y luego aparecía un gran volado también en lana beige que me llegaba hasta las rodillas. Espantoso.
Yo venía de la playa, el sol, el surf…lo único que traía eran jeans, remeras estampadas y ojotas (mas los zapatos de la fiesta y una minifalda de jean, por si alguna vez iba a bailar). Así que decidí que no había opción, algo había que hacer. Resolví cortarle a la pollera todo el volado de abajo y transformarla en minifalda. Con las hombreras no se podía hacer nada, no tenía un par más chico para cambiarlas y no podía sacarlas definitivamente  porque ayudaban a dar un poco de cuerpo a este  metro setenta en  cuarenta y ocho kilos con cuatro pelos lacios, rubios y sin gracia. Como medias me puse unas color negro, multifilamento, que se me enroscaron tanto en las piernas mientras trataba de subirlas que por miedo a romperlas las dejé así.
Por los nervios de la entrevista se había duplicado la cantidad de granos en mi cara tardíamente adolescente, pero los pude cubrir gracias a la clase gratuitas de días atrás. Me pinté los labios con el único lápiz que tenía, que me lo había dado mi abuela como recuerdo: rojo carmesí. Ordinario como para pintarme los dientes de adelante, al punto de tener que sacármelo todo una cuadra antes de la cita. Perfume? No tenía. Usábamos colonia Jhonnsons en mis pagos, así que decidí usar el desodorante en aerosol de las axilas, con aroma a flores tropicales.
Y salí. Ridículamente vestida y todo, a comerme el mundo. A obtener ese trabajo.  Confieso que al subir al ascensor me tropecé y que en  la calle me caí. Definitivamente, los tacos no eran para mí.
Salí con tiempo de sobra, porque aún no sabía calcular las distancias y no quería llegar tarde. Había leído en la Guía T que tenía que hacer combinación de dos líneas de subtes. Lo hice y me perdí cuatro veces bajo tierra y dos tuve que volver a pagar el pasaje. Tiempo después me di cuenta que el viaje era mucho más simple y corto. Cuando llegué, quince minutos antes, estaba exhausta y aterrada. Me sentía ridícula. Lo estaba. Y no lograba dominar esos tacos de …dos centímetros!. 
Entré, pregunté por Edgardo que supuse era el pelado tomando café en el mostrador del fondo, ya que era el único hombre dentro y que me desnudó con la vista en cuanto me vio. Me acerqué, me presenté estirando la mano derecha mientras él me tomaba de la cintura y me daba un sonoro beso.  Nos sentamos, me preguntó mi nombre completo y edad, mientras me pedía le hablara de mis trabajos anteriores. Tuve que mentir dos años en un negocio de venta de ropa, ya que lo único que había hecho era ser promotora y moza en un bar. De vender…nada. Me preguntó si hablaba inglés y lo engañé que sí. Aunque el único conocimiento que tenía eran los tres últimos años de la secundaria. No sé si no me hizo ninguna pregunta en inglés porque me creyó  o porque estaba apurado por atender a  la morocha de metro ochenta y tacos de verdad que venía detrás de mío.
Finalmente, las dos únicas candidatas fuimos la morocha y yo. Pero el sueldo era bajo y la morocha consiguió algo mejor. Por lo que terminé siendo la “nueva” en esa sucursal de Santa Fe y Callao. Comencé ese mismo día “a prueba”.
Al principio dejé pasar varios clientes, estaba aterrada, todos hablaban inglés! Ni un puto español quiere conocer la Argentina? Finalmente, las otras tres, para hacerme pagar derecho  de piso, me “cedieron” el siguiente texano de ciento veinte kilos que cruzaba la puerta. Can ai jelp iu?. Le dije.  Nou, zanks.  Entendí. Ai am...no entendí. Su mujer sí hablaba español, era una cubana que por escapar del régimen castrista soportaba ese gordo pestilente.  Supuse.  Me pidió una  minifalda de cuero color rojo…carmesí. No era tan gorda como él, pero tenía un culo importante y a pesar de estar segura que en la cuarenta y ocho no entraría, se la di diciendo: prub dis. Después de más de quince minutos que me cansé de evitar al gordo porque no entendía palabra de lo que me decía; la cubana abrió la puerta. La pollera estaba tan estirada que se le había aclarado el color y se le estaba abriendo las costuras. Se le subía en la cintura, que era muy pequeña, por lo que resultaba más corta aún, y dejaba a la vista sus piernas celulíticas color aceituna y una bombacha de encaje roja que se perdía en esa cantidad de grasa caída. En los pies, zoquetes de algodón rayados rosa y azul, apenas llegaban a cubrir sus tobillos. No puede evitar la carcajada y les juro que si hubiesen estado ahí les habría  pasado lo mismo. Uno no podía no reírse, era pecado!.
El texano empezó a los gritos, no sé que decía, yo solo entendía que la primera palabra empezaba con F y algo de “iu”. Ella también se ofendió y empezó a insultarme aún más fuerte que él. A ella sí la entendía. Pero yo, de los nervios, me reía cada vez más. Ya no era gracioso pero no podía parar.

Solange
Sept 2012

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