LA OCA
Por Alejandro Anderlic
Soy apenas un tatuador deambulando por un tablero. Las fichas se siguen moviendo. Cada una guarda su lugar, ahí donde le toca estar. Agachado, siguiendo la espiral, voy recorriendo el sendero angosto, empezando a darme cuenta de que quizás nunca llegue al jardín. Paso por encima de aquéllos. Algunos se desmoronan. Otros se levantan y se arrastran. Hay una que pasa corriendo.
Las paredes están húmedas, se hacen cada vez más estrechas y, de vez en cuando, entra un hilo de luz. Me siento bastante cansado. En realidad, prefiero no preocuparme por eso. Si a esta altura me obligaran a seguir cumpliendo las reglas, preferiría no jugar más. Las reglas son confusas. O quizás las reglas parezcan confusas y no lo sean. A lo mejor, los que estamos confundidos somos nosotros, que no sabemos interpretarlas. Quizás a cada uno se nos representen como algo distinto. Y por eso, como mutantes patéticos, vamos tambaleando por el laberinto que nos atrapa y nos transporta hasta la próxima casilla, donde otra consigna pretende jugarse nuestra fortuna a las carcajadas.
Me gustaría poder cambiarme la remera empapada. De a ratos, camino sobre mis manos y me las raspo con las piedras. Por primera vez, temo que me borre el tatuaje. Hace mucho que lo tengo. Desde el día que mi abuela me recordó que ya era un hombrecito y que los hombrecitos tenían que ser fuertes. Para entonces, me había dado cuenta de que íbamos empezar a valernos por nosotros mismos y que nuestro viejo no iba a estar más ahí para tirarnos los dados. Sólo tenía trece años. Por más que había resuelto que no era momento de que yo los tirara, tuve que tirarlos y me obligaron a cruzar el puente. Fue la primera vez que crucé un puente en mi vida.
Pegué un portazo en casa y me fui a refugiar al subsuelo de la galería Bond Street. Fui al negocio de Fernando, mi compañero de colegio que me enseñó todo lo que hoy sé de este trabajo, y le pedí dos cosas: asilo por un tiempo y que me mostrara su catálogo de dibujos. Elegí una oca. En ese momento, pensé que lo mejor sería tatuarme una oca. Una que me ocupara toda la palma izquierda. Para que cada vez que fuera a usar mi mano para algo, pudiera verla ahí, con la esperanza de que me acompañara hasta el jardín. Es raro, pero la oca fue el único tatuaje que me animé a llevar. Fueron tantas las historias compartidas en los tatuajes que me iban pidiendo mis clientes, que muchas veces estuve tentado por hacerme otros. Pero al final, siempre me daba cuenta de que a mí me alcanzaba con mi oca.
Con los años, fui capaz de encontrarme otra vez con mi madre y mi hermana. Las volví a ver en algún lugar del camino, pero nunca más nos volvimos a mirar como antes, al menos con mi mamá. Tan pronto como pudo, me refregó por la cara mi vocación de tatuador. Nunca entendí por qué había que recibirse de algo para ser feliz. Si mi hermana está recibida de algo, no sé de qué, pero igual es una infeliz… Y dudo mucho de que mi mamá esté orgullosa de ella.
Maldecirlas me costó caer en el pozo unas cuantas veces. Perdí mis mejores años esperando que alguien viniera a salvarme. Es curioso, pero estando ahí adentro, en realidad debe haber sido más lo que gané que lo que perdí. Gané en sabiduría casi tanto como en soberbia. Creo que también me purifiqué un poco. Hasta que un día mi hermana también se cayó en el pozo y, gracias a eso, yo pude salir. Ella se quedó ahí esperando que alguien más se cayera. Yo nunca más la vi. En el fondo, espero que la hayan rescatado.
Dos veces me tocó la cárcel. La primera, cuando tuve que cruzar el segundo puente. Alguien dijo que quise sacarle algo que en realidad siempre había sido mío. Fue una situación tremendamente confusa e injusta. La segunda vez, pasó bastante tiempo después y nunca me dijeron por qué fue. Sólo recuerdo que me insultaban y decían que yo les parecía raro. En la cárcel, pasaba el día en mi celda de hielo mirándome la palma de la mano tatuada, tratando de encontrar la respuesta. Sólo llegué a concluir que se estaban cumpliendo las reglas del juego. Que alguien pensaría que lo tenía merecido. Yo estaba convencido de que ese no era un buen motivo. Pero a quién le importa eso.
Una vez alcancé a morirme. Espero que a alguien le haya importado. Aunque en el camino no se escuchaban llantos. Sólo peregrinos que cada tanto pasaban en silencio, viajando hacia atrás o hacia adelante. Creo que es bueno morirse alguna vez antes de llegar al jardín. Hasta debe ser bueno morirse varias veces si el premio es llegar un día al jardín. Cada vez que morimos, tomamos envión para arrancar de nuevo. Estoy seguro: ningún castigo puede ser castigo para siempre. Quizás en algún momento, pienso, también vuelva a encontrarme con ellos y nos sintamos orgullosos los unos de los otros.
Hoy podría ser un gran día. Me estoy acercando de nuevo al final del recorrido y quizás esta vez pueda pasar por la puerta sin retroceder, nunca más. Sólo necesito un dos. Ya otras veces estuve por aquí y la suerte o quién sabe qué cosa me expulsó hacia atrás. Seguramente no estaba listo o no me había llegado la hora. Con mis manos y mis rodillas todas ensangrentadas, ya no tengo ganas de ver qué me irá a tocar. Pero alcanzo a ver el dibujo de mi oca y es eso lo que me sostiene. Llega el momento y cierro los ojos. Agito los dados y sobre la mesa, cuadro por cuadro, va cayendo primero un uno y atrás otro uno.
A medida que me acerco, se abre una puerta y una luz blanca me enceguece. Entonces corro a abrazar a mi madre. Mi padre me espera unos metros más atrás.
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