Babel
Por Camila Baux
La primera vez que lo escuchó no le prestó atención.
Tan solo le golpeó la espalda con suaves golpes como cuando roncaba. Fue una
noche de Agosto cuando Pablo comenzó a hablar en sueños. Se acuerda que fue la
misma noche que fueron al estadio a ver fútbol americano. A esa primera noche
les siguieron todas y lo que fue un comentario gracioso al desayuno se
convirtió al poco tiempo en un tema tabú que jamás se atrevió volver a mencionar.
A la tercera noche, Flavia quedó atónita en la oscuridad acurrucada en su lado
izquierdo de la cama. Pablo hablaba en francés. Desde que lo había conocido en
una fiesta hace cuatro años en Tribeca nunca supo que sabía otro idioma además
del inglés y el español. Al día siguiente intentó hablar en francés pero él se
excusó diciendo que ese idioma era una tarea pendiente en su vida. Flavia
enmudeció. La pronunciación había sido perfecta.
Al poco tiempo de salir, Pablo se había mudado a su
departamento en Nueva York. En verdad siempre intuyó que Pablo tenía sus
secretos y misterios, pero a ella nunca le importó, porque ella también tenía
los suyos. Aunque sus amigas le dijeron que era muy pronto, ella siempre fue de
disfrutar el presente y hasta esa noche no se había arrepentido. Lo de hablar
en los sueños no llamaba la atención a nadie, y en verdad alejada ya de sus
amigas Flavia no sabía con quien consultar. Apenas lo escuchaba a él dormirse, se
iba a la cocina o prendía la tele sin volumen. Tímidamente regresaba al cuarto
para escuchar que decía en los sueños. La carcomía una angustia que no cesaba.
Quería saber pero no quería escuchar. Caminaba descalza por el departamento y
se refugiaba en la cocina comiendo galletitas o tomando un té de Valeriana. A
veces dejaba la puerta entreabierta y escuchaba sentada en el sillón de cuero
marrón tapada por la manta. Una noche entró en pánico. Ya no escuchaba susurros
sino órdenes como sentencias militares y por primera vez vio lo que era Pablo
enojado, o mejor dicho sacado. Salió corriendo a la cocina y se quedó mirando
la pantalla de la notebook apagada. Ese día decidió que debería llevar un
diario, registrando todo lo que decía Pablo en sueños. Empezó un archivo bajo
el nombre de Babel y lo protegió con contraseña. Tecleaba nerviosa cada
palabra, escuchaba a Pablo moverse en la cama de un lado al otro sin
despertarse. Un grito, le hizo cerrar la compu de inmediato. Petrificada le escuchó
repetir en francés: Mourez Tous! Mueran
Todos!
A la mañana siguiente,
se fue a la oficina antes de que Pablo se levantara y le dejó un cartelito en
la heladera. Se tomó un café en el bar de la esquina y por primera vez en mucho
tiempo se sintió sola. No solo en aquel bar, mirando la gente pasar desde la
ventana sino en la vida, lejos de amigos, lejos de su familia. Cuando llegó al
trabajo tenía tres llamados de Pablo que decidió ignorar. Llegó más temprano al departamento, necesitaba
hablar tranquila con él. No encontró la paz que buscaba sino todo lo contrario.
Apenas dio vuelta la llave, vio gente extraña. Eran unas seis o siete personas
sentadas en el piso tomando agua de sus vasos de colores. No se inmutaron al
verla entrar. Los tres segundos que se quedó inmóvil parada en la entrada
escuchando a todos hablar francés le parecieron un limbo eterno. Pablo apareció
desde la cocina con galletitas y al verla se acercó en cámara lenta como
examinando su reacción. Le besó la frente y dijo que estaba reunido con amigos
de la infancia. Ella, bajó la cabeza y sin mirarlo a los ojos se excusó con que
debía ir al gimnasio. Salió de nuevo la
calle, con su vestido ajustado azul y sus tacos aguja Jimmy Choo.
Flavia ya no se acuerda en que momento se convirtieron
en extraños. Como de común acuerdo habían aceptado que cada cual hiciese su
vida. El traía gente extraña a toda hora, sin avisar. Ella salía escurridiza
del baño al gimnasio evitando las miradas de aquellas personas que se instalaban
en su sillón de cuero. Cada vez que daba vuelta la llave del departamento temía
ver con quien se encontraba. Ansiaba volver a la tranquilidad de antes cuando
salían a caminar por el central park tomados de la mano como gente normal. ¿Pero,
quién era normal en Nueva York? El diario de Babel se había convertido en una
obsesión. Había remplazado el té por café expresos, y las galletitas por
cigarrillos Marlboro. Las madrugadas se volvieron su pesadilla tecleando coordenadas,
nombre de monumentos, órdenes de fusilamientos y palabras que se repetían a lo
largo de las noches.
El martes después de comer sola, porque Pablo había
salido, aprovechó para dormir un rato. Últimamente sentía un cansancio sofocante
que sus ojeras hundidas negras no podían negar. El estado de alerta constante
se había convertido en una paranoia, que reconocía en sus actos, pero algo le
decía que debía estarlo. Cuando llegó se hizo la dormida, y esperó que se fuera
a la cama. Pablo se fue al baño se lavó las manos y la cara con mayor cuidado
que de costumbre y sin hacer mucho ruido se fue de nuevo en el living. Flavia
comenzó a escuchar susurros. Se reincorporó y sigilosamente se acercó al borde de
la cama. Era la primera vez que lo veía rezar en árabe. Tirado sobre una
colchoneta con la cabeza entre sus brazos al ras del piso. Rezaba cánticos musulmanes
y alzaba sus brazos al son de ellos. Compenetrado en su rito no vio la cara de
horror de Flavia en la oscuridad mientras repetía Allah, Allah, Allah. Flavia se
quedó sin aire, volvió a taparse y todo su cuerpo empezó a temblar sin poder
controlarlo. Se quedó en posición fetal llorando en silencio.
A las seis de la mañana salió a trabajar. Desde la
oficina le mandó un mensaje de texto a Pablo anunciando que esa noche debería
viajar por trabajo a Philadelfia. Marcó
send y suspiró dejándose llevar por el balanceo hacia atrás de su sillón.
Miraba los rascacielos grises perderse en el cielo. Necesitaba un tiempo fuera
de Nueva York, bien lejos de Pablo. En el trabajo fue sencillo armar un viaje a
la casa matriz con poca anticipación y su jefe estaba contento por la iniciativa.
Volvió temprano a casa para hacer la valija. Aliviada comprobó que Pablo no
estaba y tenía todo su departamento para ella en calma y paz. Hizo su valija
con más ropa de la que necesitaría y empezó a limpiar un poco el living que ya
el polvo cubría toda la biblioteca. Con la franela daba golpecitos a los libros
y los estantes hasta que en un descuido cayó al piso el pájaro azul que Pablo
había traído de un viaje. Le había dicho que esos objetos eran de la buena
suerte y traían armonía al hogar. El azul lo había colocado en el living, el
rojo en la cocina, y el blanco en el dormitorio. Miro el piso y vio el objeto
hecho trizas en el piso. Al juntar los vidrios azules comprobó un pequeño
artefacto negro que estaba en su interior. Parecía una camarita oculta,
igualita a su webcam pero en miniatura. Salió corriendo y se encerró en el
baño. Allí no había ningún objeto, miro por todos lados para ver si veía algo
raro, algo nuevo y nada. No entendía nada. La cabeza le funcionaba a mil. ¿Por
qué la espiaba Pablo? ¿En quien se había convertido? Estaba confundida no sabía
que debía hacer, lo único que sentía era miedo. Miedo que le atravesaba el
cuerpo y la tenía prisionera. Debía limpiar todo y no dejar rastros del
accidente. Su celular sonaba, un mensaje de Pablo que le decía: “Te llevo al
aeropuerto en minutos llego a casa”
El viaje hasta el aeropuerto fue incómodo. El único
que hablaba era el taxista y tan solo escuetas palabras del tiempo y del frío
que se pronosticaba en la radio. Flavia creía que lo conocía. Miraba por el retrovisor la cara. Creía que
esos ojos oscuros los había visto antes. Llegó a pensar que era unos de esos
amigos de Pablo que había estado en el departamento sentado en el sillón. Cerró
los ojos, no veía la hora de salir corriendo del auto y embarcar. Con las manos
escondidas bajo sus muslos, y sentada bien cerca de la ventana se mantuvo
rígida, casi sin moverse la hora entera que duró el viaje.
̶ A tu vuelta
debemos irnos de viaje ̶ le sugirió Pablo
Como una sombra, Pablo la acompaño hasta hacer el
check-in y la entrada a migraciones y se despidió con un beso que Flavia no
respondió. Sin mirar atrás ella se perdió tras las puertas detectoras. Luego de
pasar la seguridad se quedó frente al vidrio viendo los aviones aterrizar hasta
que la pista quedó a oscuras. Llamó a los padres, que vivían en Chicago y les
dejó un mensaje. Se ubicó frente a un monitor en la sala de al lado mirando la
gente pasar. Escuchó su nombre por el
autoparlante: Flavia Menéndez, por favor acercarse a puerta número 15. Su
nombre retumbaba en el pasillo. Una, dos y tres veces lo escuchó retumbando en
la sala interrumpiendo el silencio. Finalmente escuchó el último llamado de
embarque con su nombre y después hubo paz. Se quedó sentada mirando como
cerraban la puerta y retiraban el cartel del vuelo. Frente al monitor esperó la
confirmación de despegue. Cuando aparecieron las letras blancas DEPARTED en el
monitor azul, sintió alivio dejando caer todo su peso por primera vez en la silla.
Durmió acurrucada en una fila de tres asientos que
encontró libre. A las tres de la mañana cuando se despertó en la tele del
kiosco de revistas pasaba la noticia del momento. Imágenes de humo y fuego acapararon
todos los monitores visibles. Una bomba había explotado en un avión. Flavia
comenzó a llorar llevándose las manos a la cabeza. Varios pasajeros en tránsito
compartían la angustia. No era cualquier avión, era el vuelo 382 AA a
Philadepfia. Su vuelo. Había una foto de un sospechoso. No dudaba, era Pablo.
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