miércoles, 7 de noviembre de 2012

EL MALETÍN DE LA GOROSTIAGA


EL MALETIN DE LA GOROSTIAGA

Por Alejandro Anderlic

Es muy fácil opinar sobre lo que tendría que haber hecho Matías, cuando uno lo observa desde afuera del cuento, sabiendo cómo va a terminar. Pero para Matías, todo era mucho más difícil. Para el protagonista, siempre todo es mucho más difícil.

Quizás Matías podría haber estudiado un poco más. Podría haber llegado al colegio un poco más tarde. O al menos debería haberse quedado esperando un rato en la vereda, hasta que llegaran sus compañeros. No tendría que haberse metido en la clase. Y tendría que haber evitado abrir el maletín de la Gorostiaga y leer ese papel.
Había llegado la fecha, dos de diciembre. El día en que Matías no podía fallar. Tenía que dar examen de Historia y sacarse un diez, para que le diera el promedio. Era su última oportunidad de no perder el año. En realidad, perdería mucho más que eso. Se quedaría sin el viaje a Europa con sus mejores amigos. Se quedaría sin el regalo que hacían sus padres a cada hijo que egresaba (a su hermano mayor, dos años atrás le compraron la moto y Matías ya había insinuado qué le gustaría recibir). Pero lo que más angustiaba a Matías era no poder cumplir la promesa que le había hecho a su abuelo cuando se murió este invierno: que se iba a recibir a fin de año para arrancar la facultad en marzo y un día llegar a ser un gran médico, como él.
Casi no había dormido la noche anterior. Tuvo decenas de pesadillas. Se cayó en cámara lenta por todos los precipicios del mundo y se imaginó varias veces sentado frente a la Gorostiaga con la mente en blanco, sin saber qué contestar a sus preguntas, a cuál más difícil. Aunque había estudiado y repasado varias veces, sentía que todas las páginas del libro estaban mezcladas en su cabeza, como si se hubieran caído al piso y alguien con maldad las hubiera reenumerado al azar. Llegó a pensar que quizás todo eso fuera parte de un plan macabro de la Gorostiaga.
Partió de su casa al alba. En el colectivo sólo iban él, el chofer y una señora que dormía en el último asiento. Llegó a la parada del colegio a las seis y veinte. Cuando se bajó, la cuadra estaba desierta. El portero recién había terminado de baldear la vereda.
Matías nunca fue muy buen alumno. En realidad, desde primer grado competía codo a codo con Germán Rosales por el título del más bestia de la clase. Varios años ganó él. Otras veces, ganó Rosales. Pero cuando Rosales fue invitado por la Directora a cambiarse de colegio, Matías dejó de tener competencia. Sus padres le ofrecieron varias veces pasarse a un colegio que fuera “más para él”. Pero Matías no quería perder a sus amigos. Aún a costa de saber que si pasaba de año, era por milagro. O por compasión. O porque las autoridades no querrían quedarse sin cobrar una cuota, en los tiempos que corren.
El portón de hierro estaba entreabierto, como invitando a pasar. Aunque faltaba como media hora para que lo abrieran oficialmente, Matías resolvió aceptar la invitación anónima. Sin hacer ruido. En el patio central no vio a nadie y lo cruzó, decidido. Había movimiento en la casa del portero y la luz de la Dirección estaba encendida.  Escuchó unas voces, que parecían venir de la Sala de Profesores.  Parecían ser la de la Directora y la de la Gorostiaga, su verdugo.
Fue directo hasta la clase, que estaba al final del pasillo. Ahí también la luz estaba prendida. Entró despacio, maldiciendo el chirrido de la puerta de madera. Por suerte, nadie lo notó. Se acercó a su banco, que estaba en la última fila, contra la pared. Trató de ordenar las ideas, al menos alguna idea. Era imposible. Intentó calmarse y rebobinar. Sólo le venía a la mente un dibujo de la cara de Rosas y la foto del cajón y el cortejo de un presidente que le había llamado la atención en el libro de Historia. Nada más.
Levantó la mirada. Ahí estaba el maletín, sobre el escritorio del profesor. El maletín naranja de la Gorostiaga. El que ella acarreaba siempre, no importaba cómo estuviera vestida. La Gorostiaga nunca se despegaba de su maletín. Lo llevaba con ella a los recreos y a los actos. Algunos dicen que hasta iba al baño con el maletín.
Matías caminó hacia el frente del salón y se paró delante de la tarima. El maletín brillaba de una forma especial, como si guardara algo poderoso. Lo pensó un par de veces pero trató de sacarse la idea de la cabeza. No podía abrirlo. A lo mejor, adentro no había nada importante. O quizás sí. Tal vez lo pescaran en el intento y entonces no iba a saber qué decir.  Pero su mano derecha no podía resistirse y empezó a estirarla, de a poco, hasta que alcanzó a tocar el cuero naranja.  Miró su reloj. Todavía faltaban diez minutos para que abrieran el portón. Entonces, tomó el maletín con fuerza, con las dos manos. Y empezó a abrirlo lentamente.
Adentro había una carpetita transparente que guardaba, impresos en hojas rayadas, los exámenes que les iban a tomar. Estaban prolijamente ordenados por orden alfabético, con el nombre de cada uno escrito a mano, del puño y letra de la Gorostiaga. Eran veinte preguntas, multiple choice.  Las preguntas eran muy tramposas. O quizás demasiado difíciles para él. Matías intentó resolver la primera, pero no tenía ni idea. Corrió a abrir el libro tratando de encontrar la respuesta, pero no pudo.
Entonces encontró otra hoja, en el bolsillo de atrás del maletín. Una hoja de papel color rosa, con una guarda de flores. Matías la sacó con mucho cuidado. En esa hoja, estaban ordenados los números del uno al quince en forma vertical. Junto a cada número, había una letra.  Del otro lado de la hoja, estaban las otras cinco preguntas y sus respuestas. Pero también había algo escrito a mano, con otra letra. Matías pudo reconocerla: era la letra de la Directora. Empezó a leer, sin poder creer que la destinataria de toda esa locura de pasión y poesía fuera su profesora de Historia. “Amada Matilde”, como la Directora llamaba en esa carta a la Gorostiaga.
Matías se apuró a copiar en su libreta de apuntes las veinte respuestas del examen. Dejó de nuevo todo acomodado adentro del maletín y salió al patio. Justo en ese momento, se abrió el portón y el colegio se llenó de uniformes azules. Matías y sus compañeros entraron a la clase. Antes que ellos, ya había entrado la Gorostiaga. En el aula había un silencio sepulcral. Ella evitó darles el buen día, pasó lista y repartió los exámenes. Los chicos se miraban confundidos entre sí y la Gorostiaga los observaba por encima de sus lentes, con una sonrisita socarrona.
Matías sabía que necesitaba el diez. Sacó su libreta sin que la Gorostiaga se diera cuenta y empezó a copiar las respuestas. Cuando llegó a la veinte, se frenó de golpe. Era imposible que alguien pensara que precisamente él, el más bestia entre los bestias, pudiera haber hecho todo bien. Quizás si contestaba al menos una mal, su pecado de indiscreción no quedaría en evidencia. Tal vez así, diecinueve aciertos serían vistos como la mejor prueba de su esfuerzo. O como un golpe de suerte.  Así, Matías cambió la respuesta de la número doce, entregó la hoja y salió al recreo.
Al regreso del fin de semana, recibieron los resultados. En general, las notas no fueron buenas. Todos los compañeros se levantaron de sus bancos a saludar a Matías por su diez. Matías hizo un tremendo esfuerzo por festejar orgulloso y con naturalidad, mientras la Gorostiaga pedía orden y silencio. Cuando todos se habían callado, la Gorostiaga se acercó al banco de Matías y le dio un cálido apretón de mano. Ella lo miró a los ojos pero Matías no pudo sostener la mirada. Mientras todos aplaudían, la Gorostiaga, en voz muy baja, le pidió que antes de partir para su casa pasara por la Dirección, que ella y la Directora tenían que decirle algo.

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