por Marina de la Serna
Me desperté con una sensación extraña. No era un día más. Creo que te mandé
un mensaje de texto, a ver si nos veíamos a la noche, y tardaste en
contestarme. O lo pensaste mucho o tratabas de cancelar cualquier compromiso
que tuvieras. Y me dijiste que sí,
que claro, que cómo no nos íbamos a ver antes de…lo que fuera que fuera a
pasar.
Era lunes. ¿O martes? No
sé, pero era un día de semana. Todo el mundo andaba con uniforme de oficina: de
traje los hombres y las mujeres de pollera a la rodilla o pantalón, blusa o
remera de modal y saco a juego. Creo que no hacía frío. No, no hacía frío.
Tampoco hacía calor. La primavera comenzaba a desperezarse, el aire era fresco
y seco, como si nadie lo hubiera respirado, como si fuera nuevo, recién nacido,
un aire lleno de promesas… Un día claro, un cielo azul, azul, ni una nube, un
día dorado.
Pasé por el banco apenas
abrió. Casi no había gente, pocos trámites, como si fuera la primera semana de
enero y todos se hubieran ido de vacaciones. Saqué un poco de plata, no la
suficiente para cerrar la cuenta. No le ví el sentido. Después de todo, ése era
un día más. Y por eso, iba a ir directo a la oficina. En la Plaza San Martín las
flores del jacarandá me distrajeron. Por una vez, me entretuve en cruzar la
plaza, mirar los árboles y los caminitos teñidos de azul. Eran hermosos de
verdad. Y era la primera vez que los veía.
Sonó el celular. Era mi
mamá. Que si después del trabajo iba a pasar aunque sea un rato, para tomar
unos mates y charlar. En ese momento no supe qué decirle. Supongo que sí. Que
no sabía, pero que tal vez sí.
De reojo, miré el reloj.
Se hacía tarde. Me apuré a llegar al edificio de vidrio. Después pensé si tenía
algún sentido apurarse en un día como ése, pero la costumbre de años pudo más.
La mañana pasó tranquila.
Rutinaria. Nada para destacar, una jornada olvidable más. Alguien había traído
facturas o cup cakes o las dos cosas, no me acuerdo bien. A mis compañeros les
gustaba que hubiera cosas ricas para empezar el día. A eso de las 11 llamó mi
hermano. Que si estaba bien, que qué iba a hacer a la tarde, que estaría bueno
vernos un ratito, que a los chicos les iba a gustar jugar conmigo a la Wii. No
supe qué contestarle. Después lo llamaba, cuando supiera si…y dije la primera
excusa que me pasó por la cabeza. Algo que tenía que ver con encontrarme con
mis amigas del colegio.
Cerca del mediodía le
mandé un mensaje a Paula. Nunca podíamos juntarnos a comer al mediodía, pero
ese día coincidimos. A la una y media en Juana M. El lugar estaba repleto, como
si fuera el Día del Amigo o fin de año, pero nadie había hecho reserva. No sé
cómo logramos encontrar mesa. Hablamos de todo, como siempre. Me contó de los
problemas que le traía su hijo mayor, adolescente, y de cómo disfrutaba ver bailar danzas árabes a su hija. Yo
le conté de mi última desilusión amorosa y de mis sueños o planes para irme a
vivir a Nueva York. También le conté de vos, le dije que tal vez te vería a la
noche, pero que no me hacía muchas ilusiones. Y ella, siempre optimista, me
dijo que sí, que seguro nos veríamos y que después la llamara para contarle. Pedimos
el café y la cuenta, y nos separamos con promesas de llamarnos y vernos el fin
de semana.
Volví a la oficina. La
tarde voló. Literalmente. Eran las tres y de golpe eran las cinco. Saludé a
todos los que aún quedaban en sus puestos a esa hora, y nos dijimos hasta
mañana.
Cuando llegué a la calle,
dudé. Podía ir al gimnasio, como siempre,
y como había sido mi intención cuando tomé el tren esa mañana. El sol
empezaba a caer. Me fui a lo de mis padres, quería saludarlos, verlos, oírlos
una vez más. Llamé a mi hermano, no iba a poder llegar a tiempo a su casa.
Después me tomé el colectivo, y el celular empezó a vibrar, a sonar, a chillar,
con insistencia, con impaciencia. Me di cuenta de que no era sólo el mío. Todos
los celulares estallaban en alarmas, chicharras, música, mil sonidos que llenaron la ciudad. El
mundo entero hablaba por un celular. Con los amigos, la familia, los compañeros
de facultad o del trabajo, los novios y las novias, la gente que estaba peleada
o distanciada y hacía ya mucho que no hablaban.
Cuando atendí, en el medio
del ruido de mil voces, pude escuchar perfectamente tu voz, la que más me
importaba en ese momento.
-Hola! Nos vemos? Puedo
pasar por tu casa?
-Claro! Llego en diez
minutos. Te espero. Tengo un pinot
noir de aquéllos…
Llegaste enseguida. Al principio no hablamos mucho. Me parece
que no sabíamos qué decir. Descorchamos la botella, y nos sentamos en el balcón
hamacando las copas en la mano. La noche era clara. Se veían todas las
estrellas que cabían en el cielo y una luna redonda y muy brillante nos miraba.
Nos contamos qué habíamos hecho durante el día. Que había sido un día normal,
como cualquier otro, nada especial. Y que estaba bien que fuera así.
-Te vas a ir a dormir
temprano?
-No, no creo….bueno, no sé
en realidad… - te miré, pero me costó sostenerte la mirada. Toda la melancolía,
esa sensación de tristeza, de fin de fiesta que había mantenido a raya durante
todo el día, empezó a invadirme, de a poco, como la marea cuando sube.
-Para mí es muy simple –
dijiste, mientras apoyabas la copa en el piso –Sabemos que ésta es la última
noche. Y vamos a pasarla juntos.
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