viernes, 7 de diciembre de 2012

GÉLIDAS


GÉLIDAS

Por Alejandro Anderlic

Pasaron tres semanas y a Gaspar todavía le dolía la mano. Había dado un tremendo golpe en la pared, un minuto antes de pegar el portazo. (¿Por qué será que tantos de nuestros cuentos tienen portazos..?). Hundió el puño derecho en uno de los azulejos de la cocina y lo dejó partido en ocho, formando una tela de araña de mentira. El desayuno, a medio servir, enfriándose sin remedio por otra discusión precipitada.  El mantel tendido, granos de azucar desparramados sin querer, dos tostadas de pan negro mordidas y un cuchillo con queso untable en la punta. Una botella de vodka, medio vacía, en frente a la silla donde siempre se sentaba Gaspar.

Esa mañana no había luz. La habían cortado el día anterior. Desperfectos técnicos en el barrio. Una vela prendida, en el centro de la mesa. Molly quería llorar pero no lloraba. El plato que tiró al piso hizo que se cortara un dedo pulgar. Frenó la sangre con una servilleta de papel. Unas cinco gotas cayeron al piso. Quedaron ahí, en el piso. Ella apoyó la espalda sobre la mesada y se quedó mirando hacia abajo, hacia nada.

La beba dormía en su cuna. Cada tanto se sonreía, mientras mordisqueaba el chupete. Soñaba con angelitos de brillantina y estrellas de cristal, en un planeta tan desconocido para sus padres. Por suerte, ni notó los gritos y siguió un largo rato con los ojos bien cerrados. La gata siamesa de Molly también dormía.

Gaspar se desintegró. Desapareció del mundo de Molly con el portazo. Sólo se llevó lo puesto y la botella, que le alcanzó para un par de horas. Estuvo una semana sin comer ni dormir. Pensando. Rebobinando. Imaginando. Queriendo. Riendo. Proyectando. Llorando y vomitando. Por fortuna, la segunda semana ya había vuelto a desayunar. Café y tostadas de pan negro con queso untable, en algún lado, todos los días. Sólo comía por la mañana, siempre lo mismo. No era en su casa. Alguien lo cuidaba.

Quisieron que pasara en la tercera semana. Gaspar tenía que ver a Molly y a su beba de nuevo. Eran las siete y media de la mañana. Quiso darse un baño en una de las fuentes de Córdoba y 9 de Julio. Fue uno de los mejores baños de su vida. Tiró su ropa vieja en el cordón de la vereda y se puso un traje impecable. Con moño, bastón y sombrero. Zapatos negros sin cordón, con hebilla dorada.

Tocó el timbre varias veces. Nadie abría. Se asomó por la ventana y vio todas las luces apagadas. Entonces entró por una de las ventanas, que estaba entreabierta. Prendió la luz del comedor y llamó a Molly. Molly no contestaba. Había feo olor. También prendió la luz del pasillo. Todo estaba igual que cuando se había ido. Pero con feo olor. El piso de madera tenía una capa de hollín de días y había varias telarañas colgando de la parte más alta de las paredes. Una era muy parecida a la del azulejo. Se miró el puño, que estaba morado y todavía le latía. Le sorprendió ver sobre el sillón una palangana llena de trozos de papel con restos de sangre, mezclados entre decenas de tostadas.

Cuando entró a la cocina, la vio a Molly. Estaba apoyada con la espalda sobre la mesada, mirando para abajo, mirando nada. Molly levantó la vista y le sonrió. “Volviste, Gaspar. Yo sabía que algún día ibas a volver”.  Sobre la mesa, había una vela recién encendida. Molly se cubrió el pulgar con una servilleta de papel para parar las gotas de sangre fresca, que caían al piso. Serían unas cuatro o cinco gotas. El mantel estaba tendido. Dos tostadas recién hechas, café humeante y queso crema. La azucarera, cerrada. La botella, vacía.

Gaspar apoyó el bastón y el sombrero sobre una silla y se acercó a ella. Molly no quiso hacer preguntas. Gaspar tampoco. El abrazo duró varias horas. “Te estábamos esperando, Gaspar. Yo sabía que algún día ibas a volver. La beba te está esperando.”

Molly lo tomó de la mano y lo llevó hasta la heladera. Abrió la puerta del freezer y sacó dos bandejas. En una estaba la beba, que seguía durmiendo. En la otra, la gata siamesa de Molly. Molly sacó con mucho amor las dos bandejas y las apoyó sobre la mesa. Mientras tomaban el desayuno, se sentaron a esperar, uno junto al otro.

La beba tardó varias horas en descongelarse. Cuando estaba anocheciendo, abrió un ojito, luego el otro y le sonrió a su mamá y a su papá. Gaspar la alzó y la apoyó contra su pecho. Le mojó un poco la camisa blanca, que igual lucía impecable. La gata siguió durmiendo. La vela ya estaba consumida, pero no hizo falta encender la luz. La habitación se había llenado de estrellas de cristal y angelitos de brillantina.

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