por Marina de la Serna
Se acercaba el mediodía.
El ascensor se paró en el piso catorce. Alfredo Ortiz del Campo (más conocido
como El Embajador), se bajó mientras atendía el teléfono que había empezado a
sonar un piso más abajo. Entró apurado a la oficina y cerró la puerta, casi sin
mirar a la secretaria, que aguardaba con el listado de toda la gente que lo
había llamado durante la mañana y con el recordatorio diario de una agenda
cargada.
La secretaria no esperó a
que sonara su interno. Llamó al ordenanza y le pidió el café para el jefe. El
ordenanza apareció al rato. Era un hombre grande, en más de un sentido. Algo
más de ciento veinte kilos se repartían en un metro setenta, caminaba apoyando
todo el peso en un pie y luego en el otro, sosteniendo la bandeja con los
pocillos y con una pipa que le colgaba de la comisura derecha del labio. A
veces, en el café aparecían flotando rastros de ceniza.
“Nena, el jefe está en la
oficina?” preguntó al entrar con la bandeja haciendo equilibrio y la pipa a
punto de caerse sobre un cortado sin azúcar.
La secretaria sólo pudo
asentir: todas las luces de la centralita telefónica estaban encendidas y ella
hacía malabares para no perder ninguna llamada.
Al rato, Alfredo Ortiz del
Campo salió eufórico de su despacho, llamando a sus colaboradores, sus hombres,
su mano derecha, su equipo, su cohorte de aduladores y chupamedias para
anunciar que el Congreso había aceptado ratificar el Protocolo de Uagadugu
sobre la Emisión de Gases Tóxicos, Basura Cibernética y Afines. Para celebrar
se fueron todos a almorzar al Sofitel de la calle Arroyo, donde brindaron con
el mejor champán extra brut que figuraba en la carta de vinos.
El Gol zigzagueaba por la
Panamericana, tratando de seguir el carril rápido. En el asiento de atrás, todos
cantaban a grito pelado el hit que salía por los altoparlantes. Al volante,
Juan Marcos peleaba por mantener una mínima lucidez, que se le escapaba por
momentos, después de hectolitros de cerveza y las tres cuartas partes de un
porro.
La noche había empezado
temprano, con los chicos destapando las primeras cervezas en la cocina de la
casa donde todavía vivía con sus viejos. A medianoche había sonado el celular.
Era Ernesto. Cortó sin atenderlo. No iba a hablar con él mientras una banda de
energúmenos contaba con todo detalle y a los gritos las últimas hazañas
sexuales del sábado anterior. Después salieron para el boliche. Uno sugirió ir
hasta Pilar. Tenía entradas para un lugar que le habían dicho que se ponía muy
bueno y donde iban minas más grandes.
A las seis de la mañana se
prendieron las luces y los de seguridad los echaron sin tener que recurrir a la
fuerza bruta.
Juan Marcos agarró el
volante. No era la primera vez. De alguna manera, el Gol se manejaba solo hasta
el garaje de su casa, igual que el Auto Fantástico. Pero por alguna razón, esta
vez no sintió la misma confianza ciega. Hasta Olivos todo estuvo relativamente bajo control. Entonces se
les cruzó la camioneta. En el tiempo de un parpadeo Juan Marcos pegó un
volantazo y terminaron incrustados en los pilares de cemento que hay en el
medio de la Panamericana.
La semana siguiente al
festejo en el Sofitel, Alfredo Ortiz del Campo llegó un par de días tarde a la
oficina, despachó un par de asuntos y se fue temprano. Y un día, directamente
no apareció. Después volvió a la rutina y la secretaria volvió a pasarle los
habituales llamados de su esposa y sus seis hijos.
A Juan Marcos le llevó
meses recuperarse del palo en la Panamericana. Por milagro, él y todos sus
amigos seguían vivos. Ernesto lo llamaba todos los días e insistía en ir a
verlo. Juan Marcos se negaba, no quería ver las miradas inquisitivas de su
madre y sus hermanas, que se preguntarían de dónde salió ese amigo de Juan
Marcos, un desconocido demasiado solícito. A su padre lo vio sólo un par de
días, y apenas lo registró entre el sopor de la codeína.
Cuando faltaba una semana
para que le dieran el alta, Ernesto apareció en el hospital. La madre y las hermanas
no hicieron comentarios. Juan Marcos se incorporó en la cama, lo saludó con una
media sonrisa y le soltó un seco “hola, cómo estás”. El otro, que iba a
saludarlo con un beso en la mejilla, se quedó cortado a mitad de camino. “Bien,
me alegro que estés mejor”, le contestó, frío. “Vine un rato a ver cómo
estabas. Me están esperando, en media hora tengo una reunión de laburo”. Y ahí
se acabó la visita de Ernesto.
Esa noche, recibió un
mensaje de Juan Marcos: “Perdoname, voy a a hablar con mi familia en cuanto
vuelva a casa. Te amo, sos mi vida”.
“Embajador, cómo está su
hijo?” preguntó uno de sus colaboradores.
“Bien, bien, gracias”
respondió Alfredo Ortiz del Campo sin dar mayores explicaciones.
La secretaria oyó la
conversación y se quedó pensando en las llamadas habituales de la familia.
Desde el accidente, el único hijo que no había vuelto a llamar a la oficina de
su padre, era Juan Marcos.
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