PYTHON
Por Alejandro Anderlic
El primero que perdí fue el meñique. Todavía no
logro entender bien cómo. Me desperté de madrugada con un cosquilleo raro en la
mano izquierda. (Iban tres noches seguidas que me quedaba dormido leyendo, con
el traje puesto y la cama sin abrir). Parecía un calambre. Un calambre que me paralizaba
desde el codo hasta las yemas de los dedos, incluso las uñas. Empecé a sacudir
el brazo, como hacía siempre que me agarraba uno. Con mucha fuerza. Ni me di
cuenta, pero el meñique se tiene que haber despegado durante la sacudida. Lo
cierto es que cuando prendí el velador y me miré la mano, el meñique ya no
estaba.
Me fijé en el piso pero no encontré ningún dedo
tirado. Supuse que se habría caído debajo de la cama y me agaché a buscarlo. No
tuve suerte. Tampoco me preocupé demasiado; aún tenía todos los dedos de mi
otra mano y otros tres en ésta y hasta ahora ningún meñique me había servido de
mucho. Yo no los uso para contar billetes, como hacen los otros tres cajeros que
hay en el banco. Es que nunca fui muy habilidoso con los meñiques. Lo bueno fue
que, para entonces, ya me había librado del calambre. Respiré hondo un par de
veces y volví a la oscuridad absoluta de mi cuarto. Después de ese llamativo
incidente, lo siguiente que puedo relatarles es el chillido monocorde y
penetrante de la alarma del celular, exactamente a las ocho menos cuarto de la
mañana.
Para despertarme, siempre uso el teléfono. El
reloj de pulsera que tengo es a cuerda y no tiene alarma. Tampoco es muy preciso
para dar la hora. Unos días después de que tío Jacobo muriera y yo lo heredara,
el reloj se quedó parado, marcando las seis para siempre. Las seis en punto,
dice y dirá, dibujando una línea recta de
aspecto fatal, que lo atraviesa de arriba a abajo. Lo que sí le siguió
funcionando, hasta hoy, es el calendario: Lo mejor que tiene el reloj de Jacobo
es que siempre me indica la fecha. Ayer fue cinco de junio. Hoy hace justo un
año que murió tío Jacobo.
Toda la vida, desde chiquito, me atrajo este reloj.
No me lo saco para dormir ni para bañarme. Tiene un cuadrante enorme, con
números romanos y un zafiro incrustado junto al número IIII. También tiene fondo
negro y una malla de cuero de víbora color verde oscuro. Tío Jacobo, en sus
últimos días, decía cosas raras sobre el reloj. Bueno, sobre el reloj y sobre
todo lo demás. Pobre tío. Se había vuelto muy loco.
Cuando me levanté hoy, fui para la cocina a
prepararme un licuado de banana, como todos los miércoles. No me gusta comer
nada sólido con el desayuno. En realidad, los miércoles a la mañana sólo me
gusta comer banana, pero licuada. Tomé una de la frutera, la pelé y la apoyé
sobre la mesada de mármol, para cortarla. Justo ahí sentí algo, pero ahora en el
dedo índice. En el dedo índice de la mano izquierda. Esta vez no era un
cosquilleo. No podía mantenerlo firme sobre el cuchillo. Se me resbalaba, como
si lo hubiera apoyado sobre manteca blanda. De golpe, noté que mi dedo tenía la
consistencia de una ameba. Intuí que la falange se habría pulverizado. Mientras
maldecía a la banana, tomé el cuchillo con la otra mano. (Soy zurdo). La corté apenas
en dos y la tiré adentro de la licuadora. Le agregué leche descremada. Mi dedo
índice seguía paralizado y gelatinoso.
No podía moverlo pero sí podía sentirlo y ver cómo apuntaba involuntariamente
hacia el piso.
Gracias a Dios no era el dedo medio. Ese es el
que uso para contar los billetes. Lo mojo en la almohadilla y soy capaz de
contar doscientos por minuto. Llegué a ganarme un premio en el campeonato de
contar billetes que hizo recursos humanos hace nueve años. Por suerte el dedo del
medio de mi mano izquierda seguía intacto. De solo pensar que podría llegar a
perderlo, comencé a sentir pánico y un terrible dolor de estómago, que no me
dejó terminar el licuado. Tiré el fondo que quedaba en el vaso al tacho de
basura. Junto con los restos del licuado, debe haberse caído también mi dedo
índice. Yo agradezco no haber sentido nada. Como no parecía prudente buscarlo
entre toda la basura, traté de olvidarlo y ahí debe haber quedado. Entre la
basura.
Creí que se me hacía tarde para ir al trabajo y
miré la hora en mi reloj. Recién eran las seis, por lo que me tomé mi tiempo.
Abrí el placard con cierta dificultad y descolgué una camisa celeste y el traje
azul. Decidí que no llevaría corbata. No estaba de humor para corbata. Sí quería darme el gusto y ponerme los
gemelos de nácar que también había heredado de tío Jacobo, así que los saqué de
la cajita de plata. Mientras pasaba uno por el ojal de la manga derecha, mi
pulgar comenzó a latir. Latía como si toda la sangre del cuerpo se hubiera de
pronto acumulado en la punta de ese dedo gordo, gordísimo. Tuve que soltar la
manga de la camisa y el gemelo se cayó al piso. Lo levanté y me propuse
contener el alarido que habría pegado en otro momento.
Mi mano, lo que quedaba de mi mano, estaba
morada, hinchada, parecía quemada. Mi pulgar se había transformado en una
criatura monstruosa, que casi superaba el tamaño de mi cabeza. En el momento en
que me senté sobre la cama, el dedo empezó a resquebrajarse. Esperé pacientemente
unos diez minutos, hasta que se desinfló por completo. Una vez que quedó
consumido y todo arrugado, bastó un leve tirón para deprenderlo. Me dio pena, y
lo dejé en la cajita de plata, junto con los gemelos.
Al final, me quedé un rato tirado arriba de la
cama, a medio vestir. Contemplando mi mano por última vez. Ya no la reconocía
como mía, salvo por el reloj de tío Jacobo, que brillaba y brillaba. Y
brillaba. Pensé en muchas cosas. Y pensé en tío Jacobo. Tuve el impulso de
desajustar un poco la malla del reloj. Pero me arrepentí. Me di cuenta de que,
en esas circunstancias, era mejor llamar al banco para avisar que no me
esperaran.
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