¡¡ANIMAL!!!
Al final, se animó a sacar su
manito de entre los barrotes de la jaula. La estiró hacia mí, toda temblorosa, diminuta,
llena de aserrín y me miró fijo, con ojos de cachorro recién destetado. En un
segundo pude percibir su patética fragilidad humana. Estaba a punto de entrar
en nuestras vidas. Le ofrecí el calor de mi garra y enseguida se prendió de ella.
Entrelazamos los dedos, que quedaron enmarañados entre su espanto y nuestra esperanza.
Con la otra mano se tomó de la cerradura cuadrada de hierro macizo, acercó su
cabeza y la inclinó ante mí, quizás para que le acariciara el pelo. Tenía el
pelo rubio, casi ceniza, demasiado largo. Si uno no lo miraba por debajo del
ombligo, costaba darse cuenta de que era un niño y no niña. Lo habían peinado
con raya al medio y le habían puesto dos hebillas, verdes como su collar. Olía
a colonia para bebés, demasiada, y no llevaba chupete.
Hoy lunes a la tarde, al volver
del trabajo, entré decidido a la veterinaria.
Por mis horarios, nunca la encontraba abierta, pero esta vez me tomé la licencia de
salir una hora antes. Desde hace tiempo tenía
la idea de regalarnos una mascota. A Sacha le vendría muy bien una mascota. Y a
mí también, creo. Siempre que pasaba por
ahí de mañana temprano, me solía arrodillar frente a la vidriera a contemplar, agachado,
a esos simpáticos bichitos que, del otro lado, gateaban o caminaban
tambaleándose, dentro del corralito. Con mi pezuña golpeaba despacito el vidrio
y a veces alguno se me acercaba y respondía del otro lado con un manotazo o una
mueca.
A él lo habrían traído al negocio
el martes pasado, porque hasta entonces yo no lo había visto. Sobresalía del
resto, ahí sentadito frente al vidrio, de piernas cruzadas, jugando con su hueso
de plástico y bamboleándose atrás-adelante. Pronto notó que mi ojo se había
puesto sobre él y ahí nomás me dio una primera sonrisa. Pensé que alguien como
él tendría que entrar en nuestras vidas. La cueva necesitaba luz y a Sacha y a
mí ya no nos quedaba sitio dónde buscarla. Y teníamos un cuarto que, a
propósito, dejamos vacío al mudarnos y al que nunca queríamos entrar.
Volví a pasar por la veterinaria al
día siguiente, dos veces. Y otras dos el jueves. Él seguía ahí entre los otros chiquilines,
esperando que alguien se lo llevara. El viernes no pude visitarlo; tuve que
atender a Sacha, que amaneció triste. Pero ese día, igual que todo el fin de
semana, pensé mucho en él. El domingo a la tarde, al volver de la Tertulia de
los Cíclopes Contemporáneos, le pregunté a Sacha si estaríamos listos para
tener una personita en casa. Era la primera vez que le sacaba el tema. Sacha me
abrazó y me dijo que sí. Y se puso a barrer la entrada de la cueva.
Esa noche, pusimos la habitación
en condiciones. Arrancamos con una limpieza a fondo. Luego Sacha me ayudó y pintamos
las paredes con tinturas pastel. Colgamos una antorcha encima de la entrada e
improvisamos una estufa en un rincón, para que nuestro pichón no fuera a pasar frío.
En menos de una hora le armamos una cuna con maderos y viruta. También traje la
biblioteca de piedra que teníamos guardada en el fondo y le acomodé en los
estantes todos los libros infantiles que estuve recopilando durante meses. Saqué
de mi mesa de luz los treinta chupetes que había comprado en la farmacia, uno
de cada forma y color, y los puse cerca de la cuna. Supuse que eso era todo lo
que él necesitaría para ser feliz en la cueva con nosotros.
Entonces el veterinario lo tomó de
la cintura para sacarlo de la jaula y lo puso arriba del mostrador sobre una
alfombra blanca, para exhibirlo mejor. Su fragilidad resaltaba mucho más encima
de la alfombra. “Nos lo llevamos”, le dije. “Ha hecho usted una excelente
elección, forastero, lo felicito”, dijo el veterinario poniendo cara de erudito
y mirando con frialdad a Socorro. “Se llama Socorro”, agregó. “Es la única
palabra que sabe decir a sus dos años. Por eso le pusimos así”. Nos miramos una
vez más nuestro pequeño hombrecito y yo. Socorro volvió a agachar su cabeza y
le hice unas cosquillas en los cachetes, que despertaron su sonrisa más tierna.
“Para llevarlo, ¿quiere un
canasto o una caja?”, me preguntó el veterinario. “El canasto cuesta el doble
que la caja, pero le hará a Ud. quedar mucho más distinguido por la calle”.
“Prefiero llevarlo a upa, envuelto en esta mantita de polar que traje”, le respondí. “Como quiera”, dijo, encogiéndose de
hombros. “Son trescientos cincuenta. Trescientos, si me paga en efectivo. Y si
quiere llevarlo con el collar y los accesorios para el pelo son ciento
cincuenta más, sólo en efectivo”.
Saqué cuatrocientos cincuenta del
bolsillo. El hombre los contó y los guardó en la caja. Luego tomó a Socorro por
debajo de los brazos, para alcanzármelo. Socorro, que se acercaba a mí
colgando, empezó a patalear y a llorisquear. De repente, alzó las rodillas y disparó
un chorro de pis directo al ojo izquierdo del veterinario, que sólo pudo
quedarse inmóvil. Al instante, nuestro bebé giró su cabeza y se prendió del antebrazo
del hombre, hincándole los dientes con toda su fuerza. El veterinario sacudió
el brazo hasta que pudo despegarse de él y lo soltó de golpe sobre mis manos
extendidas. “¡¡ANIMAL!!!”, gritó, mientras se retorcía detrás del mostrador. “¡Es una bestia!”. Se
hizo un silencio sepulcral en el negocio. Hasta que Socorro lanzó una risotada.
Y luego otra. Lo alcé con una mezcla de orgullo y vergüenza. Socorro se
acurrucó sobre el pelaje mullido de mi pecho y yo lo tapé con la mantita.
Partimos del negocio a toda
velocidad, sin mirar para atrás. Aunque nadie podría culpar a un cachorrito por
una reacción instintiva, visceral, igual me hice el enojado con él, para que
fuera sabiendo de límites. Socorro parece ser muy inteligente y seguro que va a
aprender rápido. Saqué el celular del
bolsillo y llamé a Sacha. Le avisé que se fuera preparando, que ya pronto
llegaríamos a la cueva. Con todo este revuelo, se habían hecho las nueve de la
noche, pero era pleno día.
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