CON COCHERA, GIMNASIO, PILETA Y SPA
por Marina I. de la Serna
Pasaron veinte años desde la última vez que Marilí caminó las veredas de
su barrio. Y esos veinte años la transformaron más de lo que ella creía, más de
lo que el espejo le devolvía. Formas de mirar, de pararse, de pisar. Camina por
las calles de una Buenos Aires que conoce, o más bien cree conocer. Porque es la misma, o no es la misma? Una
ciudad engañosa, gemela de esa otra, en la que creció. Había un cuento de
Borges (o era Bioy Casares?) donde había varias Buenos Aires, todas idénticas,
y al mismo tiempo, diferentes en algún detalle. Le parece que en cualquier
momento va a descubrir que Perón todavía se llama Cangallo, que la calle
Ambrosetti no existe, o que construyeron un shopping en el Parque Rivadavia.
Pero no. Todo parece estar en el mismo lugar. Hasta que llega hasta
Castro Barros. Ahí estaba el colegio. O no estaba ahí? Si algo recuerda Marilí
es la ubicación exacta del colegio, mezcla de claustro, cuartel o cárcel, o
todas esas cosas juntas.
Llega a la esquina. Hay una grúa gigantesca, de ésas de altura, y un par
de torres que amenazan con llegar a los veinticinco pisos. Un paredón rodea
toda la manzana y un cartel anuncia que están a la venta unidades de uno, dos y
tres ambientes, con cochera, pileta, gimnasio y spa. Hay un departamento modelo
que se puede visitar, armado donde estaba el gimnasio, no ocupa ni la tercera
parte, apenas lo que era la cancha de vóley. Una de las torres se alza sobre el
patio, más o menos a la altura del primer piso estaba el salón de actos. Y en lugar de la capilla
centenaria, hay un pozo.
Marilí se queda un momento parada en la esquina. No puede o no quiere
moverse. Mira el cartel y la grúa sin verlos.
Pero ve los árboles y las palmeras que se alzaban sobre el paredón de
ladrillos, el edificio del gimnasio y la puerta de la calle Don Bosco, por la
que entraban las del secundario, veinte años atrás. Despacio, como quien recorre un campo minado, da la
vuelta a la manzana. Adivina el patio, con la cancha de vóley y los bebederos atrás
del mástil. Entre las columnas de la galería y los árboles que ocupan el ala norte, puede ver un
mar blanco y azul marino, de delantales con cinturón y moño en la espalda, que
a veces se torna gris de uniformes tableados y corbatines azules, todos iguales,
todos idénticos, y una mancha blanca que se destaca: el delantal de alguna
infeliz que olvidó el día de celebración y festejo (religioso o patrio), junto
con la obligación de vestir el jumper gris sin mangas (caluroso en verano,
desabrigado en invierno), para la ocasión. Grupos de nenas que juegan, que
charlan, mientras comen caramelos o galletitas. Ninguna está sola, no hay
ninguna figura solitaria sentada en un escalón o vagando indolente. Las reglas
(nunca dichas) no lo permiten. Y si mira con más atención, comprueba que nada
está librado al azar. Cada grupo se mueve dentro de unos límites invisibles
pero más reales que las fronteras de un país. Todas están donde deben estar. El
imperio del orden.
Y escucha. Rumores de pies que corren y que saltan, de voces y risas, de
versos en cadencia al compás de una soga que sube y que baja. Ruidos de
envoltorios de caramelos, de galletitas, de pochoclo y palitos salados. Un
timbre, pasos y luego el rumor se acalla. Silencio. El murmullo de voces
apagadas, tratando de cantar Aurora en una mañana helada, mientras la bandera
sube, lenta y desganada. El sonido profundo de un órgano y cantos a María.
Alguna voz severa, una campanilla y más silencio.
Y dentro de la capilla (único y último refugio, nadie le preguntará qué
hace allí o quién le dio permiso), alcanza a ver a una nena solitaria, casi
adolescente, que busca consuelo frente a un sagrario, soñando con otros mundos,
con otros cielos y con horizontes que se ensanchan cuanto más se avanza.
Marilí termina de rodear la manzana. Mira de nuevo el cartel que anuncia
los excelentes departamentos de dos ambientes con pileta y spa, saca el
teléfono de la cartera y marca el número de la inmobiliaria.
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