miércoles, 12 de junio de 2013

ESA



                                                                               “Atenea convirtió a Medusa en una gorgona:

   Un monstruo alado, de mirada feroz, enormes

                                                       dientes y serpientes en lugar de cabellos.

                                                             Cualquiera que la miraba, se convertiría en

                                                   piedra”. R. Graves



Llegó a una hostería encalada por fuera y por dentro, casi en el límite de ese pueblo con poca gente y menos casas. El lugar tenía un mostrador de madera sin barniz y clavos en la pared  para colgar las llaves. Era la única posada, hotel, ¿cómo llamarlo?. De las cinco habitaciones, dos estaban vacías, una ocuparía él, una los dos ayudantes que contrató en Santiago capital, y en la otra vivían el encargado y su hijo de 11 años. Todo muy austero, muy limpio.

Había ido para hacer un estudio de la tierra. Preparaba el doctorado en geología: comparaba los suelos de diferentes provincias.

La mujer que limpiaba los vio salir temprano, oscuro todavía. Como  hablando para sí, les dijo:

 -Si Esa se les aparece, no la miren a los ojos, tiene la miradita fuerte, muy fuerte.

Los ayudantes asintieron como quién ya sabe. Él oyó bien, pero escuchó poco. No le interesaban las creencias populares. De ignorantes, decía. Estaba saturado de conocimientos, enfermo de importancia. Le causaba gracia esa credulidad.


Había solo algunas piedras que daban poca –muy poca- sombra al mediodía. Empezó a sentir una opresión en la nuca, una mano de hierro candente que se cerraba sin prisa pero sin pausa. Su lógica lineal la atribuyó al gorro, que sería más chico que lo adecuado. Mañana compro otro, pensó. Y siguió escarbando con la minuciosidad de un cirujano. Sentía los dedos torpes, se le caían los instrumentos que habitualmente manejaba con pericia. Dejó ir a los ayudantes a la hora de la siesta. Pero él tenía un objetivo para ese día, y no iba a abandonarlo así nomás.

Cada vez que levantaba la vista, nublada por el sudor, sólo veía planicie seca, piedras solitarias, horizonte lejano.

Cuando el sol empezó a esconderse, se volvió para ver el color del cielo, no por poético, sino para incluirlo en la tesis.

Por un instante en el juego de luces y sombras del atardecer, creyó ver una imagen de mujer horrenda mirándolo fijamente. Sonrió por la ridícula forma con que lo engañaban el cansancio y el calor en ese crepúsculo de chicharras y polvo. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Cuando los abrió alcanzó a ver una serpiente desapareciendo tras las piedras. Decidió que era hora de irse. Pronto sería noche cerrada.

Primero apuró el paso, la vista fija hacia adelante. Empezaba a refrescar, pero sentía gotas de sudor en la frente, en la espalda. Gotas frías.

Las  aletas de su nariz se dilataron al máximo y abrió la boca para entrar más aire, respiraba cada vez más rápido, más superficial, y sentía el trabajo forzado del corazón. De vez en cuando miraba para los costados,  sin mover la cabeza. No sabía por qué, pero no podía volverse hacia atrás. Aceleró el paso, le palpitaban los pies, las sienes, el corazón le latía en la boca, el aire no le alcanzaba. Lo agobiaba la ropa. Las manos agarrotadas no podían ya sostener nada. Quiso correr las últimas dos cuadras que lo separaban del hotelito, pero tenía los músculos rígidos, a cada paso el esfuerzo era mayor. Un peso insoportable no lo dejaba avanzar.


-Se habrá ido con una china- dijo el encargado.

- No creo…- murmuró la mujer que limpiaba, sin levantar la cabeza.

-Seguro encontró algo interesante y se fue solito- dijeron los ayudantes, y se volvieron a casa.


Lo buscaron algunos días, pero no había mucho por revisar.

Lo único que al chico del encargado le llamó un poco la atención, fue una piedra que le pareció que antes no estaba, y que así, de una miradita rápida, podía semejar un hombre corriendo.



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