miércoles, 26 de junio de 2013

FREPAJAR

@leticiamartin
cuando llego al TODOR me quino
con la mano derecha
genuflexo 
apoyo la bulapa en el argante sugo 
después zatoneo con reiteración
frago el íspide molidero en ese acto 
el fonible Trumo del TODOR
frago y vuelvo a Fragar en el vacío 
como si Trumo pudiera tropengar 
no me gusta fragar, aunque lo hago 
quino aunque detesto quinar 
vogo 
tropengo la velaria vincia
hasta el fonible tañir de las campanas.

entonces frepajo mi drola en el silencio 
me vuelvo un mocronte en ese frepajar 
sumoneo mi drola folidante y balbuceo 
largas fragas para Trumo en el TODOR:

¡námido intergoña, Trumo! 
¡námido, intergoñador!
tropenga a tu vincia en esta hora 
protégenos del dulce frepajar.

¡ESTÁ BIEN!

Apenas él le leía la devolución, a ella se le agolpaban las palabras y caían en discusiones, en salvajes porfías, en litigios exasperantes. Cada vez que él procuraba rebatir los argumentos, se enredaba en un lamento quejumbroso y tenía que retractarse de cara a ella, sintiendo cómo poco a poco las distancias se acortaban, se iban encimando, encomiando, hasta quedar tendido, él, como el cíclope de cristal al que se le han dejado caer unas hilachas de soledad. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se repetía los argumentos, consintiendo en que él aproximara suavemente su oído. Apenas se cruzaban, algo como una ráfaga los reunía, los empujaba, los enfrentaba, y de pronto era el combate, la estruendosa lucha de los discursos, la jadeante evocación del orgullo, el debate del lenguaje en una exabrupta lengua. ¡Está bien! ¡Está bien! Acalorados en la cresta del decir, se sentían bramar, irónicos e imantados. Temblaba el bar, se vencían los prejuicios, y todo se resolvía en un profundo beso, en caricias de aguerridos manotazos, en cariños casi crueles que los imbricaba hasta el límite de las baldosas. 

miércoles, 12 de junio de 2013

ESA



                                                                               “Atenea convirtió a Medusa en una gorgona:

   Un monstruo alado, de mirada feroz, enormes

                                                       dientes y serpientes en lugar de cabellos.

                                                             Cualquiera que la miraba, se convertiría en

                                                   piedra”. R. Graves



Llegó a una hostería encalada por fuera y por dentro, casi en el límite de ese pueblo con poca gente y menos casas. El lugar tenía un mostrador de madera sin barniz y clavos en la pared  para colgar las llaves. Era la única posada, hotel, ¿cómo llamarlo?. De las cinco habitaciones, dos estaban vacías, una ocuparía él, una los dos ayudantes que contrató en Santiago capital, y en la otra vivían el encargado y su hijo de 11 años. Todo muy austero, muy limpio.

Había ido para hacer un estudio de la tierra. Preparaba el doctorado en geología: comparaba los suelos de diferentes provincias.

La mujer que limpiaba los vio salir temprano, oscuro todavía. Como  hablando para sí, les dijo:

 -Si Esa se les aparece, no la miren a los ojos, tiene la miradita fuerte, muy fuerte.

Los ayudantes asintieron como quién ya sabe. Él oyó bien, pero escuchó poco. No le interesaban las creencias populares. De ignorantes, decía. Estaba saturado de conocimientos, enfermo de importancia. Le causaba gracia esa credulidad.


Había solo algunas piedras que daban poca –muy poca- sombra al mediodía. Empezó a sentir una opresión en la nuca, una mano de hierro candente que se cerraba sin prisa pero sin pausa. Su lógica lineal la atribuyó al gorro, que sería más chico que lo adecuado. Mañana compro otro, pensó. Y siguió escarbando con la minuciosidad de un cirujano. Sentía los dedos torpes, se le caían los instrumentos que habitualmente manejaba con pericia. Dejó ir a los ayudantes a la hora de la siesta. Pero él tenía un objetivo para ese día, y no iba a abandonarlo así nomás.

Cada vez que levantaba la vista, nublada por el sudor, sólo veía planicie seca, piedras solitarias, horizonte lejano.

Cuando el sol empezó a esconderse, se volvió para ver el color del cielo, no por poético, sino para incluirlo en la tesis.

Por un instante en el juego de luces y sombras del atardecer, creyó ver una imagen de mujer horrenda mirándolo fijamente. Sonrió por la ridícula forma con que lo engañaban el cansancio y el calor en ese crepúsculo de chicharras y polvo. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Cuando los abrió alcanzó a ver una serpiente desapareciendo tras las piedras. Decidió que era hora de irse. Pronto sería noche cerrada.

Primero apuró el paso, la vista fija hacia adelante. Empezaba a refrescar, pero sentía gotas de sudor en la frente, en la espalda. Gotas frías.

Las  aletas de su nariz se dilataron al máximo y abrió la boca para entrar más aire, respiraba cada vez más rápido, más superficial, y sentía el trabajo forzado del corazón. De vez en cuando miraba para los costados,  sin mover la cabeza. No sabía por qué, pero no podía volverse hacia atrás. Aceleró el paso, le palpitaban los pies, las sienes, el corazón le latía en la boca, el aire no le alcanzaba. Lo agobiaba la ropa. Las manos agarrotadas no podían ya sostener nada. Quiso correr las últimas dos cuadras que lo separaban del hotelito, pero tenía los músculos rígidos, a cada paso el esfuerzo era mayor. Un peso insoportable no lo dejaba avanzar.


-Se habrá ido con una china- dijo el encargado.

- No creo…- murmuró la mujer que limpiaba, sin levantar la cabeza.

-Seguro encontró algo interesante y se fue solito- dijeron los ayudantes, y se volvieron a casa.


Lo buscaron algunos días, pero no había mucho por revisar.

Lo único que al chico del encargado le llamó un poco la atención, fue una piedra que le pareció que antes no estaba, y que así, de una miradita rápida, podía semejar un hombre corriendo.



sábado, 1 de junio de 2013

CON COCHERA, GIMNASIO, PILETA Y SPA


CON COCHERA, GIMNASIO, PILETA Y SPA
por Marina I. de la Serna

Pasaron veinte años desde la última vez que Marilí caminó las veredas de su barrio. Y esos veinte años la transformaron más de lo que ella creía, más de lo que el espejo le devolvía. Formas de mirar, de pararse, de pisar. Camina por las calles de una Buenos Aires que conoce, o más bien  cree conocer. Porque es la misma, o no es la misma? Una ciudad engañosa, gemela de esa otra, en la que creció. Había un cuento de Borges (o era Bioy Casares?) donde había varias Buenos Aires, todas idénticas, y al mismo tiempo, diferentes en algún detalle. Le parece que en cualquier momento va a descubrir que Perón todavía se llama Cangallo, que la calle Ambrosetti no existe, o que construyeron un shopping en el Parque Rivadavia.
Pero no. Todo parece estar en el mismo lugar. Hasta que llega hasta Castro Barros. Ahí estaba el colegio. O no estaba ahí? Si algo recuerda Marilí es la ubicación exacta del colegio, mezcla de claustro, cuartel o cárcel, o todas esas cosas juntas.
Llega a la esquina. Hay una grúa gigantesca, de ésas de altura, y un par de torres que amenazan con llegar a los veinticinco pisos. Un paredón rodea toda la manzana y un cartel anuncia que están a la venta unidades de uno, dos y tres ambientes, con cochera, pileta, gimnasio y spa. Hay un departamento modelo que se puede visitar, armado donde estaba el gimnasio, no ocupa ni la tercera parte, apenas lo que era la cancha de vóley. Una de las torres se alza sobre el patio, más o menos a la altura del primer piso  estaba el salón de actos. Y en lugar de la capilla centenaria, hay un pozo.
Marilí se queda un momento parada en la esquina. No puede o no quiere moverse. Mira el cartel y la grúa sin verlos.

Pero ve los árboles y las palmeras que se alzaban sobre el paredón de ladrillos, el edificio del gimnasio y la puerta de la calle Don Bosco, por la que entraban las del secundario, veinte años atrás. Despacio, como  quien recorre un campo minado, da la vuelta a la manzana. Adivina el patio, con la cancha de vóley y los bebederos atrás del mástil. Entre las columnas de la galería y los árboles  que ocupan el ala norte, puede ver un mar blanco y azul marino, de delantales con cinturón y moño en la espalda, que a veces se torna gris de uniformes tableados y corbatines azules, todos iguales, todos idénticos, y una mancha blanca que se destaca: el delantal de alguna infeliz que olvidó el día de celebración y festejo (religioso o patrio), junto con la obligación de vestir el jumper gris sin mangas (caluroso en verano, desabrigado en invierno), para la ocasión. Grupos de nenas que juegan, que charlan, mientras comen caramelos o galletitas. Ninguna está sola, no hay ninguna figura solitaria sentada en un escalón o vagando indolente. Las reglas (nunca dichas) no lo permiten. Y si mira con más atención, comprueba que nada está librado al azar. Cada grupo se mueve dentro de unos límites invisibles pero más reales que las fronteras de un país. Todas están donde deben estar. El imperio del orden.
Y escucha. Rumores de pies que corren y que saltan, de voces y risas, de versos en cadencia al compás de una soga que sube y que baja. Ruidos de envoltorios de caramelos, de galletitas, de pochoclo y palitos salados. Un timbre, pasos y luego el rumor se acalla. Silencio. El murmullo de voces apagadas, tratando de cantar Aurora en una mañana helada, mientras la bandera sube, lenta y desganada. El sonido profundo de un órgano y cantos a María. Alguna voz severa, una campanilla y más silencio.
Y dentro de la capilla (único y último refugio, nadie le preguntará qué hace allí o quién le dio permiso), alcanza a ver a una nena solitaria, casi adolescente, que busca consuelo frente a un sagrario, soñando con otros mundos, con otros cielos y con horizontes que se ensanchan cuanto más se avanza.

Marilí termina de rodear la manzana. Mira de nuevo el cartel que anuncia los excelentes departamentos de dos ambientes con pileta y spa, saca el teléfono de la cartera y marca el número de la inmobiliaria.