“Atenea convirtió a Medusa en una gorgona:
Un
monstruo alado, de mirada feroz, enormes
dientes y
serpientes en lugar de cabellos.
Cualquiera que la miraba, se convertiría en
Llegó a una
hostería encalada por fuera y por dentro, casi en el límite de ese pueblo con
poca gente y menos casas. El lugar tenía un mostrador de madera sin barniz y
clavos en la pared para colgar las
llaves. Era la única posada, hotel, ¿cómo llamarlo?. De las cinco habitaciones,
dos estaban vacías, una ocuparía él, una los dos ayudantes que contrató en
Santiago capital, y en la otra vivían el encargado y su hijo de 11 años. Todo
muy austero, muy limpio.
Había ido
para hacer un estudio de la tierra. Preparaba el doctorado en geología:
comparaba los suelos de diferentes provincias.
La mujer
que limpiaba los vio salir temprano, oscuro todavía. Como hablando para sí, les dijo:
-Si Esa
se les aparece, no la miren a los ojos, tiene la miradita fuerte, muy fuerte.
Los
ayudantes asintieron como quién ya sabe. Él oyó bien, pero escuchó poco. No le
interesaban las creencias populares. De ignorantes, decía. Estaba saturado de
conocimientos, enfermo de importancia. Le causaba gracia esa credulidad.
Había solo
algunas piedras que daban poca –muy poca- sombra al mediodía. Empezó a sentir
una opresión en la nuca, una mano de hierro candente que se cerraba sin prisa
pero sin pausa. Su lógica lineal la atribuyó al gorro, que sería más chico que
lo adecuado. Mañana compro otro,
pensó. Y siguió escarbando con la minuciosidad de un cirujano. Sentía los dedos
torpes, se le caían los instrumentos que habitualmente manejaba con pericia.
Dejó ir a los ayudantes a la hora de la siesta. Pero él tenía un objetivo para
ese día, y no iba a abandonarlo así nomás.
Cada vez
que levantaba la vista, nublada por el sudor, sólo veía planicie seca, piedras
solitarias, horizonte lejano.
Cuando el
sol empezó a esconderse, se volvió para ver el color del cielo, no por poético,
sino para incluirlo en la tesis.
Por un
instante en el juego de luces y sombras del atardecer, creyó ver una imagen de mujer horrenda
mirándolo fijamente. Sonrió por la ridícula forma con que lo engañaban el
cansancio y el calor en ese crepúsculo de chicharras y polvo. Cerró los ojos y
sacudió la cabeza. Cuando los abrió alcanzó a ver una serpiente desapareciendo
tras las piedras. Decidió que era hora de irse. Pronto sería noche cerrada.
Primero
apuró el paso, la vista fija hacia adelante. Empezaba a refrescar, pero sentía
gotas de sudor en la frente, en la espalda. Gotas frías.
Las aletas de su nariz se dilataron al máximo y
abrió la boca para entrar más aire, respiraba cada vez más rápido, más
superficial, y sentía el trabajo forzado del corazón. De vez en cuando miraba
para los costados, sin mover la cabeza.
No sabía por qué, pero no podía volverse hacia atrás. Aceleró el paso, le
palpitaban los pies, las sienes, el corazón le latía en la boca, el aire no le
alcanzaba. Lo agobiaba la ropa. Las manos agarrotadas no podían ya sostener
nada. Quiso correr las últimas dos cuadras que lo separaban del hotelito, pero
tenía los músculos rígidos, a cada paso el esfuerzo era mayor. Un peso
insoportable no lo dejaba avanzar.
-Se habrá ido con una china- dijo el encargado.
- No creo…- murmuró la mujer que limpiaba, sin levantar
la cabeza.
-Seguro encontró algo interesante y se fue solito-
dijeron
los ayudantes, y se volvieron a casa.
Lo buscaron
algunos días, pero no había mucho por revisar.
Lo único
que al chico del encargado le llamó un poco la atención, fue una piedra que le
pareció que antes no estaba, y que así, de una miradita rápida, podía semejar
un hombre corriendo.