Heraldo era tan feo como su
nombre, y para colmo de males era pobre. Vivía con su mama en una casilla de
chapa y ladrillos en el corazón de la 1-11-14.
Descubrió su fealdad alrededor de
los once, cuando el olor a mujer empezó a producirle escalofrío en la
entrepierna. Su debut sexual fue a los catorce con la puta de la otra cuadra, mucho
tiempo después que sus amigos; por alguna extraña razón, la gorda nunca tenía
tiempo para atenderlo. En los bailes de verano que solían hacerse en las
calles, sacaba a bailar vecinas que siempre ponían una excusa para decirle que
no. Todos sus amigos habían besado a alguna chica y él ni con Claudia, la
bigotuda, había tenido suerte. En su casa no había fotos suyas de chico, se había prendido fuego la caja donde
las guardaba, le decía su madre. Ni limosna podía pedir porque la gente lo
miraba con impresión cuando se acercaba.
Medía metro ochenta, era flaco y
desgarbado. Sus ojos achinados insinuaban querer huir de esa cara y los labios sobresalían
como dos riñones. Se rapaba a los costados de la cabeza y se dejaba el pelo
largo arriba, estilo “guachiturro”, su grupo de cabecera. Se había tatuado en
el cuello las iniciales inventadas de un
padre inventadamente muerto. La
nariz era enorme, plana a los costados y encorvada, que le daba a su cara un
aire aerodinámico. A raíz de esto consiguió el apodo de “Boin”, en alusión a la aerdinamia del Boing 737.
Hizo toda la primaria en el
colegio que estaba justo saliendo de la villa. La secundaria no pudo, tuvo que
salir a trabajar porque el sueldo de doméstica de su mama no alcanzaba para
comer. Empezó como ayudante de albañil del vecino del fondo. El papa de Marta.
Marta era petiza, culona, tenía
los ojos profundamente negros como su pelo largo y ondulado hasta la cintura.
Usaba jeans ajustados que calzaba justo debajo de los anchos rollos que
enmarcaban su cadera. Remeras escotadas,
Adidas blancas y delineador negro alrededor de los ojos, definían su
personalidad. Escuchaba la Bersuit y Hermética todo el día, odiaba la cumbia. Marta
le quitaba el sueño a él y a todos sus
amigos. Marta se había acostado con
todos sus amigos, menos con él. Heraldo la adoraba en silencio, soñaba con
ella, se masturbaba por ella y vivía pendiente de ella. Marta le tenía aprecio,
estima. Ni a cariño llegaba. Pero habían crecido juntos y era un buen vecino.
Cuando cumplió los dieciséis
murió su mama al caer debajo del
tren que salía de Lugano. Se había tenido que colgar del estribo, único
lugar disponible en ese vagón abarrotado de gente. Heraldo no se pudo
recuperar, era lo único que tenía en la vida. Quedó destrozado y es ahí donde
empezó con las drogas y volcó.
Primero fue el pegamento y
después la pasta base. Pasando de a ratos por el porro y la merca. Lo que
hubiera a mano. Eran su alimento, su combustible para empezar el día. Día que a
veces duraba una semana. Cuando volvía
por su casa fisurado y sucio, se cruzaba con el “Qué onda Boin. Dónde estabas? Rescatate fiera!” de Marta.
El exceso de drogas y sus constantes
desapariciones cansaron al padre de Marta y Heraldo se quedó sin trabajo. Cuando se terminaba la droga salía a robar o a
acomodar coches y una vez que la
compraba se encerraba en su casa donde
pasaba días enteros, solo. Todo esto lo volvió frío, callado, agresivo, peleador, distante, egoísta y con
mirada asesina.
Nadie recuerda bien como
empezaron las peleas, creen que es por alguna deuda al dealer. No sería raro,
los problemas con el dealer eran moneda corriente en la villa. El tipo ya no
aceptaba ni las zapatillas, ni las camperas, por mas Nike o Adidas posta que fueran.
Él quería la moneda.
El asunto es que se armaron dos
bandas en la 1-11-14. La de Boin y la del Turco. Boin, en secreto, se la tenía
jurada: el también se había cogido a Marta.
El Turco vendía el mejor paco de la zona y varias veces le había fiado.
Hasta que un buen día, la deuda se hizo grande y el Turco no le vendió mas. Una
madrugada fría de julio, Boin desesperado y con los primeros síntomas de la
abstinencia, empezó a tirar cascotes al frente de la casa del Turco, y rompió
el vidrio del comedor. Salieron varios
vecinos de la zona y lo corrieron a tiros. Gracias a su delgadez extrema pudo zafar
y escapar en la noche cerrada. Cuando Boin le comentó a su banda lo que había ocurrido,
planearon vengarse.
Fabricaron facas, buscaron cuchillos, cinturones,
botellas rotas, piedras y vidrios con la empuñadura armada con restos de trapos
viejos. Y se encontraron el sábado siguiente a la salida del boliche. Eran las
cuatro de la mañana. Estaban todos pasados de falopa y borrachos. Serían treinta entre las dos bandas. Treinta
enajenados con los ojos inyectados en odio y el cuerpo destilando muerte. Se
dieron duro. La gente miraba desde las veredas el infierno que ocurría en el
medio de la calle. Nadie se metía. Había sangre por todos lados. Se oían
gritos, puteadas, ruidos de huesos
rotos, patadas y alguno que otro llanto. Y de repente un tiro. Del único arma
que había: la treinta y dos del Turco.
Se encontraron en medio de la gresca, casi de casualidad.
Boin acababa de partirle la cara con un vidrio a alguien; cuando se dio
vuelta sintió un ardor profundo que le
quemaba el lado izquierdo, justo a la altura del corazón. Murió en el acto.
Cuando la policía allanó su
casilla encontró: la colección completa de Spinetta, una biblioteca improvisada
con cajones de manzana cubierta de libros de Gelman, Neruda, Borges y Benedetti, cuatro cuadernos
Gloria con poemas de amor y un grafitti en la pared de su cuarto que decía “Me duele una mujer en el todo el cuerpo”.
Solange
Septiembre 2013
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