miércoles, 2 de octubre de 2013

Boin - Solange Carricart

Heraldo era tan feo como su nombre, y para colmo de males era pobre. Vivía con su mama en una casilla de chapa y ladrillos en el corazón de la 1-11-14.
Descubrió su fealdad alrededor de los once, cuando el olor a mujer empezó a producirle escalofrío en la entrepierna. Su debut sexual fue a los catorce con la puta de la otra cuadra, mucho tiempo después que sus amigos; por alguna extraña razón, la gorda nunca tenía tiempo para atenderlo. En los bailes de verano que solían hacerse en las calles, sacaba a bailar vecinas que siempre ponían una excusa para decirle que no. Todos sus amigos habían besado a alguna chica y él ni con Claudia, la bigotuda, había tenido suerte. En su casa no había fotos suyas de  chico, se había prendido fuego la caja donde las guardaba, le decía su madre. Ni limosna podía pedir porque la gente lo miraba con impresión cuando se acercaba.
Medía metro ochenta, era flaco y desgarbado. Sus ojos achinados insinuaban querer huir de esa cara y los labios sobresalían como dos riñones. Se rapaba a los costados de la cabeza y se dejaba el pelo largo arriba, estilo “guachiturro”, su grupo de cabecera. Se había tatuado en el cuello las iniciales inventadas de un  padre inventadamente muerto. La nariz era enorme, plana a los costados y encorvada, que le daba a su cara un aire aerodinámico. A raíz de esto consiguió el apodo de “Boin”, en alusión a la aerdinamia del Boing 737.
Hizo toda la primaria en el colegio que estaba justo saliendo de la villa. La secundaria no pudo, tuvo que salir a trabajar porque el sueldo de doméstica de su mama no alcanzaba para comer. Empezó como ayudante de albañil del vecino del fondo. El papa de Marta.
Marta era petiza, culona, tenía los ojos profundamente negros como su pelo largo y ondulado hasta la cintura. Usaba jeans ajustados que calzaba justo debajo de los anchos rollos que enmarcaban su cadera.  Remeras escotadas, Adidas blancas y delineador negro alrededor de los ojos, definían su personalidad. Escuchaba la Bersuit y Hermética todo el día, odiaba la cumbia. Marta le quitaba el sueño a él y a  todos sus amigos.  Marta se había acostado con todos sus amigos, menos con él. Heraldo la adoraba en silencio, soñaba con ella, se masturbaba por ella y vivía pendiente de ella. Marta le tenía aprecio, estima. Ni a cariño llegaba. Pero habían crecido juntos y era un buen vecino.
Cuando cumplió los dieciséis murió su mama al  caer debajo del tren  que salía de Lugano.  Se había tenido que colgar del estribo, único lugar disponible en ese vagón abarrotado de gente. Heraldo no se pudo recuperar, era lo único que tenía en la vida. Quedó destrozado y es ahí donde empezó con las drogas y volcó.
Primero fue el pegamento y después la pasta base. Pasando de a ratos por el porro y la merca. Lo que hubiera a mano. Eran su alimento, su combustible para empezar el día. Día que a veces duraba una  semana. Cuando volvía por su casa fisurado y sucio, se cruzaba con el “Qué onda Boin. Dónde estabas? Rescatate fiera!” de Marta.
El exceso de drogas y sus constantes desapariciones cansaron al padre de Marta y Heraldo se quedó sin trabajo.  Cuando se terminaba la droga salía a robar o a acomodar coches  y una vez que la compraba  se encerraba en su casa donde pasaba días enteros, solo. Todo esto lo volvió frío, callado,  agresivo, peleador, distante, egoísta y con mirada asesina.
Nadie recuerda bien como empezaron las peleas, creen que es por alguna deuda al dealer. No sería raro, los problemas con el dealer eran moneda corriente en la villa. El tipo ya no aceptaba ni las zapatillas, ni las camperas, por mas Nike o Adidas posta que fueran.  Él quería la moneda.
El asunto es que se armaron dos bandas en la 1-11-14. La de Boin y la del Turco. Boin, en secreto, se la tenía jurada: el también se había cogido a Marta.  El Turco vendía el mejor paco de la zona y varias veces le había fiado. Hasta que un buen día, la deuda se hizo grande y el Turco no le vendió mas. Una madrugada fría de julio, Boin desesperado y con los primeros síntomas de la abstinencia, empezó a tirar cascotes al frente de la casa del Turco, y rompió el  vidrio del comedor. Salieron varios vecinos de la zona y lo corrieron a tiros. Gracias a su delgadez extrema pudo zafar y escapar en la noche cerrada. Cuando Boin le comentó a su banda lo que había ocurrido, planearon vengarse.
Fabricaron  facas, buscaron cuchillos, cinturones, botellas rotas, piedras y vidrios con la empuñadura armada con restos de trapos viejos. Y se encontraron el sábado siguiente a la salida del boliche. Eran las cuatro de la mañana. Estaban todos pasados de falopa y borrachos.  Serían treinta entre las dos bandas. Treinta enajenados con los ojos inyectados en odio y el cuerpo destilando muerte. Se dieron duro. La gente miraba desde las veredas el infierno que ocurría en el medio de la calle. Nadie se metía. Había sangre por todos lados. Se oían gritos, puteadas,  ruidos de huesos rotos, patadas y alguno que otro llanto. Y de repente un tiro. Del único arma que había: la treinta y dos del Turco.
Se encontraron  en medio de la gresca, casi de casualidad. Boin acababa de partirle la cara con un vidrio a alguien; cuando se dio vuelta  sintió un ardor profundo que le quemaba el lado izquierdo, justo a la altura del corazón. Murió en el acto.

Cuando la policía allanó su casilla encontró: la colección completa de Spinetta, una biblioteca improvisada con cajones de manzana cubierta de libros de Gelman,  Neruda, Borges y Benedetti, cuatro cuadernos Gloria con poemas de amor y un grafitti en la pared de su cuarto que decía “Me duele una mujer en el todo el cuerpo”.

Solange

Septiembre 2013

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