LUCECITA ROJA
por Marina de la Serna
Enrique volvió a su casa pasadas las 12 de la noche.
En el contestador titilaba la lucecita roja, había cuatro mensajes esperándolo.
Como siempre, tres eran de María Teresa. Últimamente lo llamaba a cada rato.
Pero Enrique llegaba demasiado
cansado, reventado decía él, se tiraba en el sofá, y sólo quería tomarse una
birra mientras hacía zapping por los canales de deportes. No le quedaba resto
para ocuparse de los planteos y los reclamos de María Teresa. Que no era mala
mina, y dentro de todo, todavía estaba buena, pero era medio hincha pelotas,
como todas las mujeres (o al menos, todas las que Enrique había conocido).
A veces, para calmarla, o
lograr que no lo jodiera tanto, le decía que la iba a pasar a buscar para ir al
cine, o a comer a algún lugar que a ella le gustara. El problema era que
después se olvidaba, y justo a esa hora tenía que trabajar o los muchachos del
SAME lo anotaban en el equipo para jugar en la canchita, y no los iba a dejar
en banda justo cuando lograban juntar a todos para poder ganarles por una vez a
los polis de la comisaría de la vuelta. Claro, después venían los reclamos, en
forma de cincuenta mensajes en el contestador. Bueno, no eran cincuenta, pero a
Enrique le parecía que sí, al escucharlos todos juntos después de un día
agotador. “Hola, Enrique. Son las 8 y 20”, “Enrique, son las 9 y 20”, “Quedaste
en venir a las 9”, etc.
El otro mensaje que lo
estaba esperando era uno de Gustavo por la venta de los lotes. En algún momento
lo llamaría. No ahora, cuando sólo quería pegarse una ducha y ver el resumen de
los goles de Boca.
El día siguiente era
sábado. Coco lo llamó temprano, habían reservado la cancha abajo de la
autopista para el mediodía. Después del partido, se bañó, se cambió y se fue a
trabajar. Volvió a la noche, un poco tarde. En el contestador parpadeaba la
lucecita, pero no escuchó los mensajes enseguida. No estaba con ganas de
escuchar la letanía de María Teresa. Cuando por fin activó el grabador, se
acordó que le había dicho que la iba a llamar al mediodía. Pucha, y también
estaba el tema pendiente de la complicación en la venta de los lotes. Tenía que
hablar con Gustavo, a ver qué le había dicho Moreiro por el asunto de la
sucesión.
A la mañana siguiente
decidió pasar por lo de María Teresa. Se había dado cuenta que casi se había
quedado sin toallas, las pocas que tenía parecían trapos de piso, así que le
fue a preguntar si ella tendría un par para darle, nada del otro mundo, a quién
no le sobra un toallón y una toalla.
Pero se enfrentó con una
bestia enfurecida. La dejó hablar, llorar, hasta gritar un poco. No entendió
por qué se hacía tanto problema, pero igual le prometió todo lo que ella quiso:
que entre ellos estaba todo bien, que seguirían juntos, y que de la guita no se
preocupara, que él se encargaría de pagar lo que hubiera que pagar. Igual, ella
no quedó muy conforme, como se dio cuenta Enrique esa noche, cuando vio que la
cinta del contestador se había acabado a la mitad de un largo discurso de María
Teresa. Dio vuelta la cinta, y al rato sonó el teléfono. No tuvo ganas de
atender. “Menos mal”, pensó, al escuchar –otra vez- la voz indignada de María
Teresa reclamándole que nunca había tenido de parte de él ni una sola palabra
de amor.
Al otro día se levantó
pasado el mediodía. Iba a ser una tarde y una noche largas, con la ambulancia
yirando por media ciudad. Llegó después de las doce y el contestador estaba
ahí, como siempre, con la lucecita parpadeando. “No, me voy a dormir. Los
escucho mañana”. Se metió en el baño. Justo en ese momento, empezó a sonar el
teléfono. Cuando volvió al living para prenderse un pucho, la voz de María
Teresa, entre cansada e indignada, le hablaba al paciente contestador. Enrique
se sentó, jugó con el encendedor, se sacó los zapatos, miró el teléfono unos
segundos y levantó el tubo.
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