viernes, 23 de agosto de 2013

Lucecita roja


LUCECITA ROJA
por Marina de la Serna

Enrique volvió  a su casa pasadas las 12 de la noche. En el contestador titilaba la lucecita roja, había cuatro mensajes esperándolo. Como siempre, tres eran de María Teresa. Últimamente lo llamaba a cada rato. Pero Enrique  llegaba demasiado cansado, reventado decía él, se tiraba en el sofá, y sólo quería tomarse una birra mientras hacía zapping por los canales de deportes. No le quedaba resto para ocuparse de los planteos y los reclamos de María Teresa. Que no era mala mina, y dentro de todo, todavía estaba buena, pero era medio hincha pelotas, como todas las mujeres (o al menos, todas las que Enrique había conocido).

A veces, para calmarla, o lograr que no lo jodiera tanto, le decía que la iba a pasar a buscar para ir al cine, o a comer a algún lugar que a ella le gustara. El problema era que después se olvidaba, y justo a esa hora tenía que trabajar o los muchachos del SAME lo anotaban en el equipo para jugar en la canchita, y no los iba a dejar en banda justo cuando lograban juntar a todos para poder ganarles por una vez a los polis de la comisaría de la vuelta. Claro, después venían los reclamos, en forma de cincuenta mensajes en el contestador. Bueno, no eran cincuenta, pero a Enrique le parecía que sí, al escucharlos todos juntos después de un día agotador. “Hola, Enrique. Son las 8 y 20”, “Enrique, son las 9 y 20”, “Quedaste en venir a las 9”, etc.

El otro mensaje que lo estaba esperando era uno de Gustavo por la venta de los lotes. En algún momento lo llamaría. No ahora, cuando sólo quería pegarse una ducha y ver el resumen de los goles de Boca.

El día siguiente era sábado. Coco lo llamó temprano, habían reservado la cancha abajo de la autopista para el mediodía. Después del partido, se bañó, se cambió y se fue a trabajar. Volvió a la noche, un poco tarde. En el contestador parpadeaba la lucecita, pero no escuchó los mensajes enseguida. No estaba con ganas de escuchar la letanía de María Teresa. Cuando por fin activó el grabador, se acordó que le había dicho que la iba a llamar al mediodía. Pucha, y también estaba el tema pendiente de la complicación en la venta de los lotes. Tenía que hablar con Gustavo, a ver qué le había dicho Moreiro por el asunto de la sucesión.

A la mañana siguiente decidió pasar por lo de María Teresa. Se había dado cuenta que casi se había quedado sin toallas, las pocas que tenía parecían trapos de piso, así que le fue a preguntar si ella tendría un par para darle, nada del otro mundo, a quién no le sobra un toallón y una toalla.

Pero se enfrentó con una bestia enfurecida. La dejó hablar, llorar, hasta gritar un poco. No entendió por qué se hacía tanto problema, pero igual le prometió todo lo que ella quiso: que entre ellos estaba todo bien, que seguirían juntos, y que de la guita no se preocupara, que él se encargaría de pagar lo que hubiera que pagar. Igual, ella no quedó muy conforme, como se dio cuenta Enrique esa noche, cuando vio que la cinta del contestador se había acabado a la mitad de un largo discurso de María Teresa. Dio vuelta la cinta, y al rato sonó el teléfono. No tuvo ganas de atender. “Menos mal”, pensó, al escuchar –otra vez- la voz indignada de María Teresa reclamándole que nunca había tenido de parte de él ni una sola palabra de amor.

Al otro día se levantó pasado el mediodía. Iba a ser una tarde y una noche largas, con la ambulancia yirando por media ciudad. Llegó después de las doce y el contestador estaba ahí, como siempre, con la lucecita parpadeando. “No, me voy a dormir. Los escucho mañana”. Se metió en el baño. Justo en ese momento, empezó a sonar el teléfono. Cuando volvió al living para prenderse un pucho, la voz de María Teresa, entre cansada e indignada, le hablaba al paciente contestador. Enrique se sentó, jugó con el encendedor, se sacó los zapatos, miró el teléfono unos segundos y levantó el tubo.


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