PHOTOSHOP
por Marina de la Serna
“Una foto más”, se dijo Lali al mirar el reloj de la compu y darse
cuenta de que habían pasado varias
horas desde la medianoche. Ahora el viejo laboratorio se había
transformado en la pantalla de una Mac, y las bandejas con los químicos, en el
PhotoShop. Ya todo el universo fotográfico se manejaba así, pero a veces Lali y
un par de trasnochados más extrañaban las noches enteras a la luz de una
penumbra rojiza, los ojos acostumbrados a ver, como los gatos, cosas que no se
percibían a la luz del día. El reloj sólo se miraba para contar segundos o
minutos y no zarparse en el revelado. “Te la pasás mirándolo, pero nunca sabés
qué hora es”, le decía un colega en aquellos años de negativos y papel
fotográfico. Y eso era una ventaja, pensó mientras el reloj en la pantalla le
decía que sólo podría dormir un par de horas, y el gato se acurrucaba a sus
pies buscando calor.
Se puso a trabajar en la foto del puente sobre el lago del Central
Park. Una buena toma, con profundidad de campo, todo en foco. Tenía que
equilibrar un poco el contraste, y agregarle un poco de luz en las sombras. Y
mientras se concentraba en no pasarse con la luz de relleno, lo vio. Ahí, al
fondo, atrás del puente, desde la orilla del lago, mirándola directamente a
ella, o en realidad, a la cámara en el momento del disparo.
Bruno abrió la puerta, prendió la luz y calmó al perro (un
labrador) que saltaba descontrolado, feliz de volverlo a ver después de otro
viaje. Dejó el bolso sobre la cama y se fue a pegar una ducha. Las once horas
de vuelo desde Nueva York lo habían dejado muerto. Cuando salió del baño, una
rana croaba dentro del bolsillo de la campera. Bruno rescató el celular antes
de que el labrador creyera que era una rana de verdad. “Bruno, necesitamos las
fotos para mañana, podrá ser?”, escuchó al editor de la revista, acelerado como
siempre. “Esta gente podría conseguirse una vida”, pensó Bruno. Otra vez se
preparó para pasar la noche frente a la pantalla, editando hasta el amanecer,
hasta quedar bizco frente a los comandos del PhotoShop.
Unas cuatro horas después, desistió. Ya tenía material suficiente
para el número de la revista que debía salir al día siguiente. Si no les
gustaba, había fotógrafos para elegir. Y encima, pibes que recién empezaban,
dispuestos a trabajar casi gratis, con tal de encontrar una oportunidad. El
mundo se estaba convirtiendo en puras imágenes, y cualquiera con una cámara más
o menos decente, se llamaba fotógrafo. “Si no lo podés ver y fotografiar, no
existe”, le dijo una vez un amigo. “Antes era: sino lo podés decir”, le había
contestado Bruno.
Dejó la compu prendida y se fue a dormir. En la pantalla brillaba
la foto de un puente, sobre un lago.
“Esta foto del puente está muy linda, pero no va”. Lali soportaba
las ganas de prender un pucho dándole vueltas y vueltas a la lapicera entre los
dedos, como los prestidigitadores. Si no conseguía dejar de fumar, por lo menos
iba a aprender a hacer trucos de magia. El editor miraba las tomas con una lupa
mental que lograba registrar cosas que a ella, con más años de experiencia, se
le escapaban.
“Pero ésa es la mejor!”
“Seguro? Y esto acá al fondo, qué se supone que es? Un arbolito con
brazos?”, y el editor marcaba con un lápiz un punto en el centro de la foto.
Lali no contestó. Creyó que iba a pasar, que iba a zafar, que nadie
se daría cuenta del intruso que se le había colado en la imagen y la observaba
del otro lado del lago, cámara en mano, sacando la misma foto pero en espejo. Siempre
trabajaba despacio, midiendo luz, foco y encuadre con la tranquilidad de un
arquero que busca el blanco sin desperdiciar flechas. Un fallo, una
distracción, era una foto menos para vender a las revistas especializadas. Y la
del puente sobre el lago era una buena toma. O lo era hasta que descubrió, un
poco tarde, que había alguien más aparte de los árboles y los pájaros, justo en
el centro de la imagen.
La rana del celular croaba y croaba. Bruno se colgó la cámara del
hombro y se fijó quién llamaba. Otra vez su editor.
“Hola, te quería avisar que aceptamos todas las tomas, menos la
del puente”.
“Ah, ok. Y por qué ésa no?”
“Porque tiene algo que se te coló en la imagen. No sé, mirala bien
después. Si la podés retocar, todo bien, buenísimo, entra nomás. Fijate.”
“Ok, después te digo. Hablamos”, contestó Bruno.
A la noche, después de sacar al perro y hacer zapping por los 300
canales, naturalmente sin éxito, Bruno se sentó frente a la compu, dispuesto a
analizar qué tenía la foto del puente. Estaba buena, la toma. Le dio al zoom y
la agrandó un poco. Ahí estaba, claro, justo en el centro de la imagen. Alguien,
cámara en mano, del otro lado del lago, haciendo la misma toma en espejo.
Lali le estaba dando de comer al gato cuando sonó el celular. “Hola
Lali? Querés venir a la vernisage de Casasbellas? Tengo dos invitaciones, te
prendés?”
Habían pasado unos meses desde la historia fallida de la foto del
puente. Lali lamentó no haber podido vender esa foto, que terminó perdida en
sus carpetas y en el archivo del disco remoto. Cuando la hizo le pareció la
toma perfecta, tal vez hasta la podría presentar en algún concurso. Todavía le
duraba la desilusión de comprobar que se le había pasado un detalle que ahora
le parecía obvio.
Aceptó la invitación a la exposición de Casasbellas un poco para
hacer algo. Después de todo, el laburo del tipo era interesante.
La galería de arte era una vieja casona reciclada, en lo que se
conocía desde hacía rato como Palermo Hollywood o Palermo Soho o, como le decía
un amigo, el barrio de los restaurantes con velitas.
Lali se paseaba, copa de champán en mano, entre los invitados, y
miraba como al pasar, las obras. Lo conocía a Casasbellas de vista. Era un
fotógrafo en ascenso, después de ganar el World Press un par de meses antes por
una foto de un nido de cóndores en plena cordillera.
Se cruzó con un par de conocidos, y al esquivar una columna para saludar a alguien, la descubrió. Primero de reojo, después de frente,
reconociéndola como quien ve despierto un paisaje que soñó la noche anterior.
La foto del puente. Y ella, desde la otra orilla del lago, apuntando a la
cámara de Casasbellas con su propia cámara.
Bruno se paseaba entre los invitados y agradecía la concurrencia.
La exposición era un éxito, ya le habían ofrecido comprar varias de las fotos
más valiosas. Pero a él le interesaba una sola. Curiosamente, era la que al
público no parecía llamarle la atención.
Y entonces la vio. Morocha, pelo lacio, jeans negros que le
calzaban bien y una copa de champán en la mano. Miraba la foto hacía ya un
rato. Se paró al lado de ella, y por decir algo, dijo “te gusta?” “Sí, claro”
contestó Lali, sin pensar.
“Sabés, hay una cosa que siempre me intrigó de esta
foto”, dijo Bruno.
Lali lo miró a los
ojos. “Quién está disparando la cámara al mismo tiempo” dijo.
“Exactamente” y Bruno Casasbellas le sostuvo la mirada mientras levantaba una
copa imaginaria para brindar con ella.