martes, 9 de octubre de 2012

Diez kilómetros



por Marina de la Serna

El sol lo encandiló. El amanecer lo encontró en medio de la ruta, en el medio de la pampa o, como él pensó en ese momento, en el medio de la nada. Por algo lo llamaban el desierto.
Quería llegar rápido, o por lo menos no perder ni medio día en ese viaje que no había podido evitar, por más excusas que buscó. Ni siquiera logró posponerlo, patearlo para adelante, con la esperanza de no necesitar hacerlo si pasaba demasiado tiempo. Como si ciertas cosas pudieran prescribir o diluirse hasta desaparecer por sí solas. La vida no funcionaba así, por mucho que lo deseara o fantaseara con deshacerse de las situaciones con esa facilidad.
Miró el celular. Casi no tenía señal. Creía saber cuántos kilómetros le faltaban para llegar, pero empezó a preocuparse. El paisaje no variaba y fue creciendo la sospecha de que no tenía la menor idea de dónde estaba.
De repente vio adelante una estación de servicio y un parador. Decidió detenerse, necesitaba ir al baño, despejarse con un café y tal vez comer algo. Al mozo que lo atendió le preguntó: “¿Cuánto falta para Venado Petiso?” “Uy, todavía le falta un tirón” le contestó el mozo, mientras ponía el pocillo y la azucarera sobre la mesa. “Tiene que seguir derecho unos cien kilómetros, pasar el puente, seguir veinte kilómetros más, en la bifurcación seguir por el carril de la izquierda, pasar la tranquera que dice “La Escondida”, y ahí se va a encontrar con otra bifurcación en T. Ahí doble a la derecha, no se confunda, mire que no hay carteles, o va a terminar donde el diablo perdió el poncho”. “Muy bien, muchas gracias” dijo Guillermo mientras sacaba la billetera y le pagaba.
Confiaba en acordarse de tantas indicaciones. Empezaba a arrepentirse de su negación al GPS, de esa tozudez con que rechazaba que una máquina le dijera por dónde tenía que ir. Recorrió unos cuantos kilómetros más. Quería llegar antes de que lo agarrara la noche. Sabía que no podría seguir manejando sin dormir, pero no quería perder un día más sobre la ruta, viendo sólo pastizales, algún que otro árbol y cuidando que no se le cruzara ninguna vaca.
Pasado el mediodía empezó a preocuparse. El paisaje no había cambiado mucho y de las indicaciones del mozo, sólo se acordaba la mitad. Pero podía jurar (o al menos estaba muy seguro) que en la primera bifurcación tenía que doblar a la derecha y después a la izquierda.
La camioneta Nissan seguía devorando kilómetros, pero la tranquera de La Escondida, fiel a su nombre, no quería aparecer. Si no encontraba pronto una estación de servicio, iba a estar en serios problemas. Y encima, el celular seguía sin señal.
Cuando el sol empezó a bajar y notó cuánto se alargaban las sombras, más que preocupación, empezó a sentir pánico. Era evidente que el mozo se había confundido. Claro, se confundió. Después pensó que Amanda le hubiera dicho: “no se confundió, vos entendiste mal, que es diferente”. Igual, admitir que se había equivocado no iba a servir de mucho en medio del campo, en un atardecer que le hubiera parecido hermoso en otras circunstancias, pero que ahora sólo anticipaba que se le venía la noche, literalmente.
De pronto ya no le importó llegar a destino, ni las razones que lo habían llevado a hacer ese viaje. Sólo quería un lugar donde parar, una comida caliente, una cama, una puerta que lo separara de la noche y la inmensidad de la llanura. Siguió unos kilómetros más. Se estaba resignando a parar al costado de la ruta y dormir en la camioneta, cuando lo vio. Pensó que era un auto de colección, un Torino reluciente que parecía nuevo. Estaba parado al lado de la ruta, bajo un farol que iluminaba un camino secundario. Iba a pasar de largo, cuando una mano le hizo señas. Había alguien junto al Torino.
-Hola, buenas noches. ¿Te puedo ayudar en algo?
-Se me quedó el auto y no tengo señal. ¿Me prestarías el teléfono?- era una morocha más que interesante, y miraba con unos ojos que Guillermo no podía ignorar, aunque la tentación de mirar un escote generoso fuera más fuerte.
-Me encantaría, pero tampoco tengo señal- (además de poca nafta, pensó preocupado)
La morocha no pareció hacerse mucho problema.
-¿Para dónde vas?
-Para Venado Petiso, pero en realidad estoy un poco perdido. Estaba buscando un lugar donde hacer noche.
La morocha se decidió rápido.
-A diez kilómetros de acá hay un pueblo. Ahí podés encontrar un hotel y si me llevás, puedo llamar a alguien que me venga a buscar.
-Bueno, dale- dijo Guillermo mientras destrababa las puertas para que ella pudiera subir.
Caía la noche y se pusieron en marcha. En el paisaje que se diluía en las sombras, Guillermo se preguntó si de verdad encontrarían un pueblo al final de los diez kilómetros.

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