por Marina de la Serna
El sol lo encandiló. El
amanecer lo encontró en medio de la ruta, en el medio de la pampa o, como él
pensó en ese momento, en el medio de la nada. Por algo lo llamaban el desierto.
Quería llegar rápido, o
por lo menos no perder ni medio día en ese viaje que no había podido evitar,
por más excusas que buscó. Ni siquiera logró posponerlo, patearlo para
adelante, con la esperanza de no necesitar hacerlo si pasaba demasiado tiempo.
Como si ciertas cosas pudieran prescribir o diluirse hasta desaparecer por sí
solas. La vida no funcionaba así, por mucho que lo deseara o fantaseara con
deshacerse de las situaciones con esa facilidad.
Miró el celular. Casi no
tenía señal. Creía saber cuántos kilómetros le faltaban para llegar, pero
empezó a preocuparse. El paisaje no variaba y fue creciendo la sospecha de que
no tenía la menor idea de dónde estaba.
De repente vio adelante
una estación de servicio y un parador. Decidió detenerse, necesitaba ir al
baño, despejarse con un café y tal vez comer algo. Al mozo que lo atendió le
preguntó: “¿Cuánto falta para Venado Petiso?” “Uy, todavía le falta un tirón”
le contestó el mozo, mientras ponía el pocillo y la azucarera sobre la mesa.
“Tiene que seguir derecho unos cien kilómetros, pasar el puente, seguir veinte
kilómetros más, en la bifurcación seguir por el carril de la izquierda, pasar
la tranquera que dice “La Escondida”, y ahí se va a encontrar con otra
bifurcación en T. Ahí doble a la derecha, no se confunda, mire que no hay
carteles, o va a terminar donde el diablo perdió el poncho”. “Muy bien, muchas
gracias” dijo Guillermo mientras sacaba la billetera y le pagaba.
Confiaba en acordarse de
tantas indicaciones. Empezaba a arrepentirse de su negación al GPS, de esa
tozudez con que rechazaba que una máquina le dijera por dónde tenía que ir.
Recorrió unos cuantos kilómetros más. Quería llegar antes de que lo agarrara la
noche. Sabía que no podría seguir manejando sin dormir, pero no quería perder
un día más sobre la ruta, viendo sólo pastizales, algún que otro árbol y
cuidando que no se le cruzara ninguna vaca.
Pasado el mediodía empezó
a preocuparse. El paisaje no había cambiado mucho y de las indicaciones del
mozo, sólo se acordaba la mitad. Pero podía jurar (o al menos estaba muy
seguro) que en la primera bifurcación tenía que doblar a la derecha y después a
la izquierda.
La camioneta Nissan seguía
devorando kilómetros, pero la tranquera de La Escondida, fiel a su nombre, no
quería aparecer. Si no encontraba pronto una estación de servicio, iba a estar
en serios problemas. Y encima, el celular seguía sin señal.
Cuando el sol empezó a
bajar y notó cuánto se alargaban las sombras, más que preocupación, empezó a
sentir pánico. Era evidente que el mozo se había confundido. Claro, se
confundió. Después pensó que Amanda le hubiera dicho: “no se confundió, vos
entendiste mal, que es diferente”. Igual, admitir que se había equivocado no
iba a servir de mucho en medio del campo, en un atardecer que le hubiera
parecido hermoso en otras circunstancias, pero que ahora sólo anticipaba que se
le venía la noche, literalmente.
De pronto ya no le importó
llegar a destino, ni las razones que lo habían llevado a hacer ese viaje. Sólo
quería un lugar donde parar, una comida caliente, una cama, una puerta que lo
separara de la noche y la inmensidad de la llanura. Siguió unos kilómetros más.
Se estaba resignando a parar al costado de la ruta y dormir en la camioneta,
cuando lo vio. Pensó que era un auto de colección, un Torino reluciente que
parecía nuevo. Estaba parado al lado de la ruta, bajo un farol que iluminaba un
camino secundario. Iba a pasar de largo, cuando una mano le hizo señas. Había
alguien junto al Torino.
-Hola, buenas noches. ¿Te
puedo ayudar en algo?
-Se me quedó el auto y no
tengo señal. ¿Me prestarías el teléfono?- era una morocha más que interesante,
y miraba con unos ojos que Guillermo no podía ignorar, aunque la tentación de
mirar un escote generoso fuera más fuerte.
-Me encantaría, pero
tampoco tengo señal- (además de poca nafta, pensó preocupado)
La morocha no pareció
hacerse mucho problema.
-¿Para dónde vas?
-Para Venado Petiso, pero
en realidad estoy un poco perdido. Estaba buscando un lugar donde hacer noche.
La morocha se decidió
rápido.
-A diez kilómetros de acá
hay un pueblo. Ahí podés encontrar un hotel y si me llevás, puedo llamar a
alguien que me venga a buscar.
-Bueno, dale- dijo
Guillermo mientras destrababa las puertas para que ella pudiera subir.
Caía la noche y se
pusieron en marcha. En el paisaje que se diluía en las sombras, Guillermo se
preguntó si de verdad encontrarían un pueblo al final de los diez kilómetros.
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