por Marina de la Serna
Volví de Oxford en
septiembre, después de pasar el verano boreal entre claustros decimonónicos y
académicos aspirantes al Premio Nobel de Economía. El doctorado me serviría
para conseguir una cátedra en la San Andrés o un puesto en el Banco Central.
Mientras tanto, me conformaba con trabajar en alguna empresa privada.
El día en que volví a
encontrarme con Manu, llovía y me acababa de arruinar los zapatos cruzando Alem
a la altura de Catalinas. Cuando llegué a la esquina de Reconquista y Marcelo T
ya estaba empapada y sólo pensaba dónde podría encontrar un taxi. Él, al ver mi
furia (por no encontrar un taxi) o mi desconsuelo (por los zapatos arruinados),
se acercó y me dijo: “¿te puedo ayudar?”.
Lo miré. Esos ojos
familiares…..”ay, sí…”empecé a decir y me corté a la mitad de la frase. “Vos no
sos….?”, nos miramos, nos buscamos con la mirada, reconociéndonos a través de
los años, los viajes, las mil situaciones e historias que habíamos atravesado
desde la última vez que nos habíamos visto.
Él se dio cuenta primero:
“¡Inés!” “¡Manu!” “¡Hola, cómo estás!” “¡Qué hacés!”
“Che, nos estamos empapando,
vos estás apurada?”
“No, la verdad podríamos
entrar acá y esperar a que pare, ¿no?”, dije señalando la puerta del pub que
ocupaba toda una esquina.
“Dale, tengo una reunión en
media hora, pero puedo llegar más tarde”
¿Fue media hora? No lo sé,
si me lo preguntan bajo juramento tengo que decir que fue más, mucho más el
tiempo que pasamos, pintas de cerveza de por medio, resumiendo los últimos
veinte años de nuestras vidas. Cuando estábamos en el colegio, Manu era mi amigo.
Nada más. Estudiábamos juntos para todas las materias, nos escapábamos al
Italpark cada vez que podíamos y cuando había que formar grupos para los
trabajos prácticos, todos sabían que nosotros íbamos en tándem. En contra de
todas las insinuaciones y las bromas de mis amigas y sus amigos, nunca fuimos
novios. Y mientras contemplaba la espuma de la pinta de cerveza evaporarse, me
encontré dudando y preguntándome cómo habían sido de verdad las cosas.
“Che, ¿vos y yo no habíamos
sido novios?”, le pregunté
“Si fuera así, te juro que
me acordaría. Todos mis amigos te tenían unas ganas….Si me jodían todo el
tiempo y no me creían que no pasara nada con vos”
“Ah, sí”, hice como que me
acordaba. En realidad, lo que sí me acordaba era que Manu me gustaba. Mucho.
Fiesta de egresados en La
France. Entro al baño y me encuentro a buena parte del curso cuchicheando,
muchas con esa cara de satisfacción que da la desgracia ajena. Apenas me ven,
se callan y alguna le da con el codo a la que está al lado. Las miro, buscando
una explicación, pero todas se apuran a salir del baño con la excusa de que ya
empieza el carnaval carioca.
No le doy demasiada
importancia, después de todo no eran mis amigas, sino esas compañeras que
deseaba no volver a cruzarme nunca más, luego de las fotos, los diplomas, las
sonrisitas y los deseos de “¡que no se corte!”
Unos días después llega el
acto académico, como le decían a la entrega de diplomas, discursos varios y
traspaso de la bandera de ceremonias. Después viene el bufet y brindis con los
padres y autoridades en el bar del colegio. En un momento en que todos se están
sacando fotos con los profesores, Marcela, que sí era mi amiga, me agarra del
brazo y me arrastra a la penumbra de la galería que da al patio.
“Te tengo que contar algo,
no sé si es un chisme, pero tenés que saberlo”
“Qué pasa, qué es tan
grave”, le digo
“Rosaura está embarazada”
“Ah, bueno. Qué mal, digo
qué bien” , le digo con cara de contame algo que valga la pena. Al paso que
iba, la noticia era que Rosaura no se embarazara antes de terminar el CBC.
“Pero parece que el padre es
Manu”, agrega Marcela, bajando la voz y mirando las baldosas de la galería.
Después de eso, no escuché
más nada. Creo que los habían visto varias veces en La City, muy juntitos y un
par de veces se habían ido juntos de Engelberg.
Desde ese día, no lo ví más.
Me fui a estudiar, a vivir a Estados Unidos. Más que engañada, sentía que había
seguido las señales equivocadas.
Había parado de llover. En
el pub, una vela chiquita se consumía en un vaso de los que se usan para el
tequila. Se hacía tarde.
“¿Y tus hijos?”, le
pregunté.
“No, no tengo hijos”,
contestó, mientras repartía lo que quedaba de la jarra de cerveza entre los dos
vasos. Me miró, los ojos sonreían. “¿Tenés tiempo para una más?” dijo, mientras
la velita se apagaba.
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