lunes, 22 de octubre de 2012

Una más



por Marina de la Serna

Volví de Oxford en septiembre, después de pasar el verano boreal entre claustros decimonónicos y académicos aspirantes al Premio Nobel de Economía. El doctorado me serviría para conseguir una cátedra en la San Andrés o un puesto en el Banco Central. Mientras tanto, me conformaba con trabajar en alguna empresa privada.
El día en que volví a encontrarme con Manu, llovía y me acababa de arruinar los zapatos cruzando Alem a la altura de Catalinas. Cuando llegué a la esquina de Reconquista y Marcelo T ya estaba empapada y sólo pensaba dónde podría encontrar un taxi. Él, al ver mi furia (por no encontrar un taxi) o mi desconsuelo (por los zapatos arruinados), se acercó y me dijo: “¿te puedo ayudar?”.
Lo miré. Esos ojos familiares…..”ay, sí…”empecé a decir y me corté a la mitad de la frase. “Vos no sos….?”, nos miramos, nos buscamos con la mirada, reconociéndonos a través de los años, los viajes, las mil situaciones e historias que habíamos atravesado desde la última vez que nos habíamos visto.
Él se dio cuenta primero: “¡Inés!” “¡Manu!” “¡Hola, cómo estás!” “¡Qué hacés!”
“Che, nos estamos empapando, vos estás apurada?”
“No, la verdad podríamos entrar acá y esperar a que pare, ¿no?”, dije señalando la puerta del pub que ocupaba toda una esquina.
“Dale, tengo una reunión en media hora, pero puedo llegar más tarde”
¿Fue media hora? No lo sé, si me lo preguntan bajo juramento tengo que decir que fue más, mucho más el tiempo que pasamos, pintas de cerveza de por medio, resumiendo los últimos veinte años de nuestras vidas. Cuando estábamos en el colegio, Manu era mi amigo. Nada más. Estudiábamos juntos para todas las materias, nos escapábamos al Italpark cada vez que podíamos y cuando había que formar grupos para los trabajos prácticos, todos sabían que nosotros íbamos en tándem. En contra de todas las insinuaciones y las bromas de mis amigas y sus amigos, nunca fuimos novios. Y mientras contemplaba la espuma de la pinta de cerveza evaporarse, me encontré dudando y preguntándome cómo habían sido de verdad las cosas.
“Che, ¿vos y yo no habíamos sido novios?”, le pregunté
“Si fuera así, te juro que me acordaría. Todos mis amigos te tenían unas ganas….Si me jodían todo el tiempo y no me creían que no pasara nada con vos”
“Ah, sí”, hice como que me acordaba. En realidad, lo que sí me acordaba era que Manu me gustaba. Mucho.

Fiesta de egresados en La France. Entro al baño y me encuentro a buena parte del curso cuchicheando, muchas con esa cara de satisfacción que da la desgracia ajena. Apenas me ven, se callan y alguna le da con el codo a la que está al lado. Las miro, buscando una explicación, pero todas se apuran a salir del baño con la excusa de que ya empieza el carnaval carioca.
No le doy demasiada importancia, después de todo no eran mis amigas, sino esas compañeras que deseaba no volver a cruzarme nunca más, luego de las fotos, los diplomas, las sonrisitas y los deseos de “¡que no se corte!”
Unos días después llega el acto académico, como le decían a la entrega de diplomas, discursos varios y traspaso de la bandera de ceremonias. Después viene el bufet y brindis con los padres y autoridades en el bar del colegio. En un momento en que todos se están sacando fotos con los profesores, Marcela, que sí era mi amiga, me agarra del brazo y me arrastra a la penumbra de la galería que da al patio.
“Te tengo que contar algo, no sé si es un chisme, pero tenés que saberlo”
“Qué pasa, qué es tan grave”, le digo
“Rosaura está embarazada”
“Ah, bueno. Qué mal, digo qué bien” , le digo con cara de contame algo que valga la pena. Al paso que iba, la noticia era que Rosaura no se embarazara antes de terminar el CBC.
“Pero parece que el padre es Manu”, agrega Marcela, bajando la voz y mirando las baldosas de la galería.
Después de eso, no escuché más nada. Creo que los habían visto varias veces en La City, muy juntitos y un par de veces se habían ido juntos de Engelberg.

Desde ese día, no lo ví más. Me fui a estudiar, a vivir a Estados Unidos. Más que engañada, sentía que había seguido las señales equivocadas.
Había parado de llover. En el pub, una vela chiquita se consumía en un vaso de los que se usan para el tequila. Se hacía tarde.
“¿Y tus hijos?”, le pregunté.
“No, no tengo hijos”, contestó, mientras repartía lo que quedaba de la jarra de cerveza entre los dos vasos. Me miró, los ojos sonreían. “¿Tenés tiempo para una más?” dijo, mientras la velita se apagaba.

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