DOMINGO DE PASCUA
El día que cumplía 15 años, se incendió la casa de Lupe. Fue de madrugada. Nunca se supo qué lo originó. Algunos vecinos creen que puede haber sido intencional. Por suerte, la familia no estaba. Era Semana Santa y volverían justo el domingo, para hacer los dos festejos. Aunque Lupe sólo quería celebrar la Pascua. Prefería pasar por alto su cumpleaños, si no podía compartirlo con Mirko, su amigo especial.
Finalmente ese día no hubo ningún festejo. Los bomberos se fueron cerca del mediodía y dijeron que muy poco pudo salvarse. Desde afuera, se veía la puerta de entrada tirada a un costado, partida en dos, del lado de adentro. El piso era un charco irreconocible de barro y hollín. Era imposible imaginarse que, un día antes, casi todo estaba inmaculado. La mamá de Lupe es fanática de los colores claros y eran claros los pisos, las paredes, los sillones y las doce sillas del comedor. Siempre había un enorme ramo de flores claras sobre el dressoire de la entrada. Resultó que desde ese domingo, nada más pudo ser claro.
La mamá de Lupe se quedó petrificada adentro del auto, con la mirada fija en la vereda de enfrente. El papá sólo se animó a llegar hasta el umbral. Lupe esperó un poco adentro del auto. Antes de bajar, leyó el mensaje que acababa de recibir en su teléfono: “Feliz cumpleaños, mi amor. Algún día te vas a animar. Y Felices Pascuas para vos y tu familia”.
A la familia de Lupe nunca le gustó la compañía de Mirko. Les molestaba la diferencia de edad y, sobre todo, su carácter tan particular. Seguramente por eso, una semana antes, Lupe había tomado la costosa decisión de pedirle que no volvieran a verse.
Entonces Lupe borró el mensaje de texto de Mirko y se bajó del auto. Se acercó a su papá, que seguía ahí parado, temblando, sin animarse a entrar. Lo tomó del brazo, le sonrió y le dio coraje para que pudieran hacerlo juntos.
Fue como caminar por un laberinto fantasmagórico de tizne. Los pies se les hundían en las cenizas. Todo estaba irreconocible; todo estaba teñido de negro. Esqueletos de muebles reposando inermes y desfigurados, resaltados por la luz que entraba, en exceso, por los ventanales del living.
De atrás se escucharon unos pasos lentos, retumbando en el eco de los rincones vacíos. Lupe y su papá se dieron vuelta. Alcanzaron a ver a la mamá de Lupe, que se acercó a ellos y se les unió en un abrazo mudo, que duró varios minutos.
Lupe los interrumpió, suplicándoles que fueran a ver la parte que los bomberos dijeron que se había salvado del fuego. Tenía la esperanza de que su cuarto, el vestido de la fiesta y sus recuerdos hubieran podido sobrevivir.
Los recuerdos en los que Lupe pensaba estaban guardados en su ropero. Adentro de una caja. La caja atesoraba montones de pedacitos de su historia que fueron puestos ahí por sus padres y que los tres pactaron que serían abiertos y compartidos el día que ella cumpliera 15 años: El cartoncito del test de embarazo que después de tantos años había dado positivo. El mechón de rulos con el que nació, guardado en un sobre de papel manteca. Una estampita de su bautismo. La vela de su primer cumpleaños. La carta que le escribieron sus abuelos antes de que partiera a su primer campamento. El primer diente que se le cayó. Un pedacito del yeso que le habían puesto cuando se quebró el brazo. Una foto de su primer baño de mar, una de su primera vuelta en bici sin rueditas y otra de su primer día de clases. El primer boletín. Y una estampita de Jesús resucitado, que le regalaron las monjas de la clínica cuando se recuperó de su delicada operación.
Entonces avanzaron lentamente. De la cocina y el dormitorio de los padres de Lupe no había quedado nada. Tampoco lograron reconocer el estar y la sala de televisión. Al fondo de todo estaba el cuarto de Lupe. Parecía ser la única parte de la casa que había soportado el desastre.
En efecto, la habitación de Lupe se veía intacta. La cama de hierro blanco con el acolchado de flores prolijamente tendido. El escritorio y los posters en las paredes. La guitarra acústica. La biblioteca, la araña provenzal y la mesa de luz.
Y el ropero, cerrado con llave.
Lupe de despegó de sus padres y salió corriendo hacia el ropero. Lo abrió muy despacio. El vestido de su fiesta de 15 seguía impecable, colgado dentro de su funda transparente. Abrió los cajones, uno por uno. Todo estaba como lo había dejado antes de partir de viaje.
Entonces estiró sus manos para llegar al fondo del estante de más arriba, donde estaba guardada la caja. La apoyó sobre la cama y desató de un tirón la faja que la envolvía. Sus padres se acercaron para ver mejor. Ni bien la abrió, comenzó a salir desde adentro un fuerte olor a quemado y un humo espeso, que se empezó a desparramar por la habitación y a teñir las paredes. En la caja había dos brasas al rojo vivo. Lupe empezó a hurgar, desesperada, quemándose la punta de los dedos, con la esperanza de poder rescatar algo. La mayoría de los recuerdos estaban carbonizados.
Sólo dos habían quedado intactos: la estampita de Jesús y una foto carné de Mirko.