BAUTISMO COLECTIVO
Por Alejandro Anderlic
Su hijo Tadeo se tomó con fuerza de la manija
blanca y, en medio de un bostezo, trepó con dificultad los tres escalones, con
la torpeza de quien hace algo por primera vez. Sentía que en su mochila llevaba
kilos y kilos de plomo. Manuel quiso ayudarlo y le dio un pequeño empujón por
la espalda, mientras seguía maldiciendo a la vida en silencio. Subió atrás de Tadeo
con pasos temblorosos y mirando para abajo. Al levantar la vista, se topó con
el cartel que decía “Por favor, indique su destino”. Así que pensó en su
destino y, medio tartamudeando, pidió al conductor dos boletos hasta la parada
anterior a la del colegio. Tuvo que pagarlos Tadeo, porque Manuel no sabía que
no se aceptaban billetes. Tampoco tenía idea del precio del pasaje (ni se había
interesado por averiguarlo antes). En puntas de pie, Tadeo metió las monedas
que guardaba en su cartuchera una por una, despacito, por la ranura. Eran como
veinte. Se quedó embobado escuchando el ruido que hacían al girar, mientras el
aparato se las iba tragando. El chofer, guiñándole un ojo, le dijo a Tadeo que
no olvidara llevarse los dos boletos. Tadeo se quedó mirando a Manuel, que se
quedó mirando a la máquina.
Entonces, una señora canosa que estaba en el primer asiento les sonrió amablemente y señaló por dónde sacarlos. Tadeo
le agradeció con la cabeza. Manuel la miró con desprecio, mientras hacía un
bollo en su mano derecha con los dos pedacitos de papel. Pensó en tirarlos al
piso, que estaba bastante sucio, pero terminó guardándoselos en el bolsillo de
su sobretodo de alpaca. Tomó a su hijo de la mano y lo llevó por el pasillo
hacia el fondo, esquivando a un oficinista que iba leyendo un diario gratuito, de
esos que Manuel no conocía. Tadeo miraba para todos lados. A él sí le entusiasmaba
la idea de viajar en colectivo.
Estaba medio nublado pero nadie podía prever la
tormenta que se iba a venir. Quedaban tres asientos vacíos en la fila del
fondo, los tres del medio. En una de las puntas roncaba con la cabeza para
abajo un flaco de aspecto descuidado, con la música a todo volumen retumbando
en sus auriculares baratos. Del otro lado, una cuarentona bastante corriente,
vestida así nomás, que destilaba olor a lavandina. En voz baja, Manuel le dijo
a Tadeo que era mejor viajar parados, porque esos asientos debían ser bastante
incómodos. Tadeo no se hizo problema. Desensilló la mochila y cuando estuvo a punto
de apoyarla en el piso, su padre la levantó y se la colgó de su propio hombro.
Le dijo a Tadeo que era preferible que se arrugara su camisa de voile antes que apoyar la mochila en el
piso. Mejor no apoyar nada en el piso de un colectivo, donde la gente escupe y arrastra
la suela roñosa de sus zapatos con la que pisaron caca de perro. También le dijo
que al bajar se iban a tener que frotar bien las manos con alcohol, porque los caños
del transporte público están llenos de microbios. Lleno de gente maleducada,
distinta, que va al baño, olvida lavarse y después se sube al colectivo. Por
eso Manuel se tomaba del pasamanos sólo con la yema del pulgar y el índice.
Lo que siguió fue un larguísimo silencio. Mientras
Tadeo iba leyendo los carteles que veía por la ventana e intentaba adivinar el
color de cada auto que los pasaría por la izquierda, Manuel pensaba con
nostalgia en la vida anterior. Hasta que alguien tocó el timbre para bajar,
una, dos, tres veces, el chofer pegó un grito y Manuel se refregó los ojos.
Unas diez personas se subieron en esa parada,
la de la estación de tren. Ellos dos se corrieron un poco más para atrás y
quedaron cerca de la puerta. El colectivo empezó a llenarse de gente que viaja
en colectivo. El pelo suelto medio engrasado de una mujer que se les paró al
lado le hacía cosquillas en la cara a Manuel, pero no eran cosquillas para
reírse. Manuel movió su cabeza hacia los costados y para abajo, intentando quitárselos
de encima. Cuando se miró la punta de sus zapatos, notó que brillaban
demasiado. Entonces pasó uno de sus brazos alrededor del hombro de Tadeo, para
protegerlo.
A las pocas cuadras, bajaron dos y subieron
ocho más. Manuel los observó bien. Creyó descubrir punguistas, traficantes y
pedófilos. Salvo ese viejito, todos los demás eran sospechosos. Tratando de ignorar
el olor a humano que se le había impregnado en la nariz, se estiró el puño de
la camisa hacia abajo, para ocultar el reloj. También se prendió el primer botón del saco y se
tanteó la billetera y el llavero que llevaba en el bolsillo de atrás del
pantalón, para asegurarse que todavía estuvieran ahí. Miró por la ventana por qué
altura de la avenida iban y trató de calcular cuánto faltaría para bajarse. Tadeo
tampoco estaba acostumbrado a todo esto,
pero parecía disfrutarlo.
El cielo se puso negro y empezaron a caer las
primeras gotas. La mujer del fondo se paró y en seguida el viejito de barba
blanca y bastón ocupó el asiento. Era el sujeto que a Manuel no le causaba
rechazo. Se parecía mucho al duende de la lata de dulce de batata que le
gustaba a Manuel, aunque no tenía el gorro con pompón.
Faltando unas veinte cuadras, el tránsito se puso
muy denso y ya no cabía un alma más en el colectivo. La pierna de Manuel hacía
presión sobre el brazo del anciano y Tadeo se sostenía como podía de la manija
donde estaba apoyado el bastón. El aire se había enviciado y los vidrios se
empezaron a empañar. Entonces el viejito, acariciándole la cabeza, le pidió a
Tadeo si lo ayudaba a abrir un poco la ventanilla. Tadeo miró a su papá
buscando aprobación y Manuel asintió. Tadeo le preguntó si podía sentarse upa
suyo, así estaba un poco más cómodo. En seguida los tres empezaron a conversar,
como si se conocieran desde siempre. De golpe, en una esquina, esa ventana se
abrió por completo, sin que nadie la hubiera tocado. Entre los tres intentaron
cerrarla, pero se había trabado. Trataron de pararse y correrse, pero tampoco
pudieron. El agua entraba a baldazos y en unos segundos Tadeo y el viejito
quedaron empapados. Manuel tardó un poco más en quedar hecho sopa. Apenas un
poco más. Lejos de preocuparse por la
lluvia, decidieron que era mejor seguir conversando. Y siguieron conversando. Hacía
tiempo que a Manuel no se lo veía tan contento. Puede ser que por eso, aquel día,
Tadeo llegó al colegio bastante más tarde.